El comienzo desorienta rápidamente; la película pasa de una filmación de un documental salpicado con gags discretos a la inclusión de fragmentos que no se sabe bien a cuál de los dos films pertenecen, si al que se encuentra en rodaje o al que estamos viendo en la sala. El loro y el cisne se mueve así, con un ojo disperso pero atento a los detalles: dos de los integrantes de la compañía de ballet contemporáneo parecieran estar claramente actuando sus papeles, pero cuando llega el momento de los ensayos, tocan sus instrumentos, cantan y bailan totalmente incorporados a la escena, como si algo de esa mentira calculada que es la ficción alcanzara a dar con el clima justo de lo que se cuenta. El recorrer la historia y sus espacios disímiles tomando un camino sinuoso e incierto es la operación central que despliega el curioso dispositivo narrativo de Alejo Moguillansky. Incluso el conflicto romántico, verdadero corazón del relato, está construido con cierta despreocupación por las convenciones del género y hasta por una narración medianamente lineal: el guión nos informa cosas más de una vez hasta volverse redundante (las escenas de Loro y Valeria), o deliberadamente fragmenta el progreso con Luciana (la bailarina de la que se enamora el protagonista) hasta que la relación resulta confusa y el relato acaba por ubicarnos en un lugar de cercanía con el personaje: como Loro, nosotros tampoco sabemos muy bien qué le pasa a Luciana con él.
La película huye de cualquier clase de sistema o de estructura que aporte alguna clase de previsibilidad, siempre opta por el desvío impensado. El resultado es un cine que procede de manera irregular y siempre ateniéndose a su programa inicial: a una masculina charla entre amigos que hablan de mujeres puede seguirle una escena en la que Loro quiere seducir a Luciana haciéndose el payaso; el realismo de las escenas filmadas para el documental se choca con el “efecto especial” que realiza el protagonista cuando cambia de escenario mágicamente en el plano y sorprende a Luciana. El loro y el cisne se convierte en un cine capaz de contenerlo todo, aunque a veces esa atípica apertura hacia lo imprevisto termine por restarle solidez a los personajes y acabe por transmitir la sensación de que la película no se compromete del todo con sus criaturas; como si, a fin de cuentas, le diera más o menos lo mismo que alcancen sus metas y sean felices. Sin embargo, de esa voluntad por dejar entrar elementos extraños a la trama quedan los momentos de documental del comienzo; momentos en los que la película, lejos de la ficción y de la búsqueda de expansión de sus herramientas narrativas, se permite reposar sin sobresaltos en los cuerpos en movimiento de los bailarines y en los ensayos de las obras. Allí, en ese particular pedazo de metatexto, Moguillansky, quizás despreocupado por no tener adosarle ninguna clase de juguete cinematográfico a la historia, logra captar algunas imágenes de una belleza y una frescura notables que habrán de reverberar en las escenas restantes.