Cuerpos en fuga
La tercera película del realizador Alejo Moguillansky, El loro y el cisne, reafirma la misma cualidad que asomaba en Castro y que parece ya una parte constitutiva del estilo del director que tiene que ver con mantener de manera constante algo impredecible, además de su permanente mutación y fuga que se extiende desde lo narrativo hasta los personajes de sus obras.
La enunciación, el meta discurso y la ruptura con lo convencional prevalecen tanto en Castro (2009) como en este nuevo trabajo que pone en escena la idea del cine que se filma a sí mismo mientras la vida sigue su curso.
La primera sensación apenas comienza la película responde a una sorpresa que ya toma al espectador desprevenido y que en esencia traza un falso rumbo en el relato: la transcripción en pantalla de una carta dirigida al protagonista del film, Loro (Rodrigo Sánchez Mariño) donde su novia Valeria descarga toda su furia y lo trata de denostar con adjetivos calificativos que incluso terminan confesando arrepentimiento por los besos dados.
Desde ese inusual inicio rápidamente tomamos contacto con la tarea de Loro en el film de Alejo Moguillansky, el registro de todo lo concerniente al sonido en medio de jornadas de rodaje de un documental para los Estados Unidos que gira en torno al mundo de la danza; a los testimonios de los bailarines y claro está a las conversaciones banales que surgen en el trabajo o en esos momentos de descanso entre los de integrantes del equipo de rodaje, entre ellos el director de cámara (Walter Jakob) o cada uno de los entrevistados para los documentales particularmente aquellos vinculados con una representación de El lago de los cisnes.
Entre esos personajes circunstanciales destaca Luciana (Luciana Acuña), una bailarina poco convencional que integra un grupo de danza contemporánea llamado Krapp y que para el film aporta el costado snob pero también el reflexivo desde el meta discurso porque si hay algo que Krapp no tiene es precisamente cohesión y sus performances implican desestructurar al límite la normalidad, desde los movimientos espasmódicos hasta las propias palabras para reinventar el lenguaje.
Lenguaje o texto; formas de decir; coloquialismo o retórica absurda atraviesan el universo de este relato que celebra lo lúdico por encima de una estructura narrativa rígida o clásica pero que en ningún sentido cae en una atmósfera de irrealidad a pesar de todos sus virajes, que pasan por el documental hasta un cine de búsqueda permanente que coquetea con el ensayo o la puesta a prueba de ciertos elementos.
La particularidad de El loro y el cisne consiste en compartir desde el propio proceso creativo sus limitaciones y desvaríos que pueden resultar algo perturbadores para un público necesitado de otro tipo de historias.
Ahora bien, cuando aparece la necesidad del cable a tierra emerge un registro íntimo que bucea por la superficie de cada criatura o personaje desde una distancia adecuada y en ese momento resalta la justeza de los diálogos, las coordenadas sólidas de un guión meticuloso y las ganas de hacer cine que hable, además de sus personajes o de los cuerpos que estos ocupan en una danza de desengaños amorosos, del cine mismo.