¿Qué es una familia funcional, según el cine? Una quimera fantacientífica trazada por la mente de ciertos diagramadores de página de la prensa especializada. No existe la familia funcional. En la vida real no existe; en la ficción sí existe y ese es su nido, lo ficticio. Esta brevísima reflexión cutánea sobre el tema, que cualquier espectador puede hacerse, y que probablemente muchos se han hecho, encendió la mecha, puertas adentro, de un subgénero que resultó rentable tanto en el drama como en la comedia, así como en la intersección de ambos mundos: la familia disfuncional. La familia disfuncional es un filón económico que devino en estándar argumental. Aunque existió siempre, incluso décadas antes de su denominación contemporánea. ¿Qué construye La noche del cazador, la obra única y cumbre de Charles Laughton, de 1955, sino la estructura desencajada y turbia de una familia disfuncional al sistema?
Pero hablemos de una familia real: la familia Markus, cuyo sincronismo ético es desmenuzado hasta los cimientos genéticos por el montaje avizor del cineasta de lo no-real más prolífico de su generación, Martín Farina. El lugar de la desaparición es un relato sobre la inestabilidad de los vínculos afectivos. Como no existe la prosecución narrativa clásica en la forma del cine que elige Farina para esculpir su discurso en el tiempo, parafraseando a Tarkovsky, contar de qué trata el argumento no revelará ningún atractivo per sé, ya que, esencialmente, asistimos a la discusión de un grupo de familiares por el proyecto de una obra de construcción, familiares sobrevivientes a los treinta y tres originales que añora la matriarca en los primeros minutos de película (de archivo), una matriarca de quien vemos sus cenizas en una urna ni bien empieza la segunda mitad de la misma película, en una determinación ética que es tanto macabra en lo conceptual como discursivamente inevitable. Una constante farinácea comunica su presencia de inmediato para redimir el ligeramente discutible modus operandi: la dramaturgia minimalista, equilibrada entre los miembros de la familia Markus; una diégesis escasamente convulsa, pero con elevado poder de elocuencia, sostenido por la observación de los detalles que hacen al monje documentalista.
In memoriam tiempos más humanitarios: no podremos zafar de escuchar en El lugar de la desaparición la noción, siniestra, de bordes sórdidos, casi hammettianos, exteriorizada en la tradicional frase “mientras él esté vivo, no se puede hacer nada”, que tanta maldad intrafamiliar ha desencadenado a lo largo de la historia, una clase de maldad que no tenido problema en alcanzar cimas dostoieskianas con el objetivo de autosuministrarse propiedades como adelanto fraudulento de herencia.
Los Markus, pobres, no llegan a tanto. Pero muerden la banquina. Farina, un Señor de los Encuadres que tiene nuestra cinematografía no ficcional, jamás habla con eco: las imágenes evitan caer con férrea decisión en la bajeza semántica de simultanear el significado con el audio. Parece demasiado básico observarlo hoy, a más de un siglo de la popularización del invento, pero este ABC del aprendizaje del cine en la actualidad ha perdido tanto terreno como las tropas de las Antípodas en la batalla de Galípoli; sistemáticamente, el lenguaje es muerto por la triunfante jerga sacrificial de subestimación del espectador que percibe un grupo de convenciones plásticas inanes, expropiadas a las llanuras de la mala televisión, como la nueva tabla de mandamientos estéticos para “crea tu propia película”, lo que bien podríamos llamar una creación de monstruos tras el sueño de Griffith. La espesura de significados que expresan las imágenes de la filmografía de Farina, y esta película no es un caso anómalo en este sentido, sino que continúa esa línea, es la cura audiovisual de un quiste propio del cine.
Justamente, uno de los Markus habla de “las familias quísticas” y que “es muy difícil poder salir de ese quiste”. ¡La familia es descrita como un quiste! Que se venga Freud. En el supuesto caso de suscribir la analogía médica, esta película también contaría la vía de la putrefacción lenta e invasora que devora todo núcleo sentimental familiar cuando se interpone el mundo de la materia y sus símbolos de valor intercambiable. O sea, el dinero corrompe el alma. Pero esta no es la tesis de Farina. Su foco observa la construcción de un trofeo bajo el prisma de la ansiedad: la firma de Papá para la papelería de las sucesiones, lo que está directamente relacionado con el proyecto de la construcción del que se habla. Nada que no se vea en series de ficción creadas desde este paradigma de la vileza, como la exitosa “Sucession”.
El lugar de la desaparición es patética y triste. Todos extrañan los vínculos del pasado, pero ninguno de los individuos que están capacitados para reconquistarlos está dispuesto a vencer la inercia de una dinámica de vinculación afectiva que los años han oxidado con la humedad persistente de los viejos resentimientos contenidos. Esa oxidación parece combustionar el paso cansino del patriarca, cuyas pisadas, armoniosas y lentas, son rasgos de una humildad fenecida en el ambiente en el que se mueve; como si este patriarca hubiera quedado reducido a la sombra de una capa dimensional de existencia de un pasado ancestral, añejado, como hacen los fantasmas, en su propia casa. Pero la realidad es dura, concreta, no ectoplásmica.