Wall Street visto como una farsa.
La carrera como directora de la actriz Jodie Foster, cuyo currículum como intérprete es impresionante, es, por el contrario, breve, diversa y esporádica. Con apenas cuatro películas filmadas, Foster ha demostrado un amplio rango de intereses, de las luminosas (aunque no siempre felices) Mentes que brillan (1991) y Feriados en familia (1995) a la sombría y ambigua pero humana La doble vida de Walter (2011). Su opus cuatro, El maestro del dinero, estrenada en el reciente Festival de Cannes, sin dudas ensancha esa mentada amplitud de su filmografía, en la que es posible reconocer un permanente juego de equilibrio entre el drama y la comedia.
En su último trabajo Foster aborda el complejo mundo del negocio financiero, en un nuevo intento por exponer uno de los rincones más oscuros y poderosos de la cultura estadounidense. Un tema que en el cine se volvió recurrente a partir de las sucesivas crisis que desde hace una década desestabilizan de manera sensible a ese sector vital del capitalismo. A diferencia de obras como El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013), o La gran apuesta, de Adam McKay, candidata este año al Oscar a la mejor película, El maestro del dinero no se mete en el mundo de las finanzas por el ámbito de los operadores de bolsa, sino que entra por una puerta lateral, la televisión, universo que no sólo no es ajeno a la estructura de los mercados financieros, sino un mecanismo indispensable para asegurar su crecimiento.
El maestro del dinero es entretenida en tanto comedia y film de suspenso. Lee Gates es un periodista especializado en el negocio de la compraventa de acciones que conduce un show televisivo dedicado a monitorear los mercados y aconsejar a la audiencia acerca de las mejores inversiones. En este caso la palabra “show” es más apropiada que la más inocua “programa”, en tanto Gates es sobre todo un payaso mediático y un operador de bolsa antes que un periodista, un agente que promociona las acciones de aquellas empresas con las cuales tiene algún tongo previo. El problema es que esa mañana se cuela en el estudio durante la transmisión un joven que lo toma de rehén, le coloca un chaleco bomba y amenaza con hacer volar el estudio. ¿Sus motivos? Le hizo caso a Gates e invirtió todo su dinero en unos títulos que se desplomaron por una falla informática.
Durante los dos primeros tercios de la película Foster convierte el drama en farsa, haciendo que sea el humor el motor del relato, pero sin olvidarse de tensar las situaciones en momentos más o menos oportunos. De esa manera pone en evidencia el carácter farsesco de uno de los negocios en los que se sostiene la parte más inmoral de la economía de mercado. La habilidad de George Clooney para juguetear con un personaje tan ridículo, pero sin hacer él mismo el ridículo, es la columna que sostiene dicha estructura. Pero a medida que el desenlace se aproxima, cada vez queda más expuesta la necesidad de la historia de dejar un mensaje claro. Más que claro: subrayado. Si al comienzo la película parecía dispuesta a señalar que la injusticia del sistema es el propio sistema, el final se vuelve condescendiente. Redime al héroe; elimina de cuajo al elemento incómodo (¿por qué en Hollywood todos los que se revelan contra las injusticias sistémicas siempre son loquitos peligrosos? ¿Sólo un trastornado puede oponerse a las injusticias estructurales de una sociedad como la estadounidense?); y reduce el problema a una anécdota. Un hecho de corrupción aislado que, al ser desactivado, salva el honor de uno de los negocios menos honorables que pueden existir. ¿Corresponde juzgar a El maestro del dinero por sus incongruencias ideológicas por encima de sus aciertos narrativos? Sí, en tanto Foster ha accedido a que dichos principios formaran parte i-neludible de la historia que quería contar. En ese sentido, el final amargo (pero feliz) aparece como una concesión innecesaria.