Donde viven los monstruos.
La directora y actriz Jodie Foster había comenzado un camino brillante en la dirección de largometrajes, ofreciendo calidad tanto en la trama como en el tratamiento estético de los relatos que presentaba. Películas como Mentes que Brillan (Little Man Tate, 1991) y La Doble Vida de Walter (The Beaver, 2011) denotaban una mirada sensible, donde la historia destacaba, las actuaciones eran precisas y la dirección se hacía presente en cada decisión tomada.
Ahora bien, llega El Maestro del Dinero (Money Monster, 2016) y todas esas cualidades caen en picada: estamos ante una película impersonal, sostenida por un guión que ya hemos visto tantísimas veces y con actuaciones leves de George Clooney y Julia Roberts, quienes ya han perdido un poco la versatilidad (un poco bastante, posiblemente). De cualquier manera, es menester decir que sus personajes son chatos y algo ridículos, con lo cual no recae en ellos la totalidad de la culpa por tan liviana película.
Clooney interpreta a Lee Gates, una estrella de televisión cuyo programa trata sobre inversiones monetarias. Entre bailes inentendibles y sombreros ridículos, Gates aconseja a sus televidentes sobre las acciones de la bolsa. Roberts interpreta a Patty Fenn, la directora del show televisivo y amiga personal de su conductor. En un programa especial, dado que las acciones de una compañía que Gates había recomendado caen estrepitosamente, irrumpe en los estudios uno de los afectados por dicha sugerencia, y todo se vuelve un cúmulo de escenas de poca monta.
Ya hemos visto esto infinidad de veces, la pobre víctima en busca de revancha, quien finalmente logrará su cometido a un precio demasiado alto. Hablamos del proceso en convertirse en héroe por parte del personaje de Clooney, el cual no posee peso dramático, ya que inicia el film como un soberbio a quien parece no importarle nada más que él mismo y lo termina como el “salvador del pueblo”.
Todo ocurre sin ningún sentido lógico ni interpretativo y vuelve a ponerse manifiesto el torpe papel de los policías estadounidenses, quienes cada vez que participan se equivocan. Además se crea un inverosímil periodístico: un día un equipo, no de periodistas sino de productores y asistentes de piso, resuelven un fraude gigantesco. Y entonces nada cierra, el guión sigue lineal y nunca sorprende, y con mucha dificultad llega a entretener.
La premisa del film se deja ver en sus afiches, sobre una franja roja en la cual se lee “la verdad mata”, pero la realidad es que películas como estas matan al cine porque no suman desde ningún punto: la historia no aporta nada, no conecta con el espectador y ahí es donde el cine se muere de a poco, al dejar lugar a estas películas que se sostienen por el nombre de sus actores y -en este caso- de su directora, quitándole el espacio a films que apuestan por salir del lugar cómodo de hacer por hacer, de contar por contar.