Las historias pequeñas, sobre situaciones cotidianas y personajes sencillos, parecen haberse instaurado hace ya tiempo como una columna troncal en el cine argentino. Junto a ellas, el término “austero” surge con frecuencia como designio de una forma de contar simple y sin alardes. En el caso de El maestro, la sencillez es moderación que, además de venir por una causa económico-narrativa que hace que consciente de sus limitaciones busque la proporción exacta para contar de la mejor manera su historia; responde también a la relación del protagonista con el mundo que lo rodea. Natalio, interpretado por un solvente Diego Velázquez, es un hombre de mediana edad que sigue viviendo con su madre y se dedica con pasión a la enseñanza en una escuela primaria. Es una persona querida en la institución por directivos, padres y alumnos. En especial, por Miguel, un niño víctima de bullying que encuentra sostén afectivo en el docente. Para el pueblo, él es el maestro. Pero Natalio también es homosexual, rasgo del que ni él ni nadie habla. Es como que con los años el personaje ha aprendido a moverse con discreción, manteniendo su amabilidad pero evitando levantar cualquier tipo de sospecha sobre su identidad sexual. Basta entonces la llegada de Juani, un amigo en problemas al que el docente ayuda con alojamiento y compañía, para que los prejuicios se agiten como piezas de un jenga, revelando el costado más horrible de sociedad.
El trabajo de Cristina Tamagnini y Julián Dabien parece apoyarse en un naturalismo que está lejos de querer representar un lugar en concreto. Si bien, la tonada salteña parece otorgar una ubicación espacial, el pueblo puede ser cualquier pueblo de cualquier provincia del país. Está la vecina de enfrente que saluda. La carnicería. La plaza principal. La escuela. Y, como bien lo singulariza el título de la película, está el maestro. La temporalidad tampoco intenta ser precisa. Hay un lustre anacrónico que impide determinar si los hechos ocurren en el pasado o es el pueblo el que se ha quedado en el tiempo. Apenas algunas huellas como un televisor, un automóvil, o la ausencia de celulares, nos permiten ubicarla en algún rincón de los años noventa. Si se la piensa dentro del cine LGBT, es por demás una película atípica. No intenta ser una denuncia explícita sobre discriminación ni tampoco narra la búsqueda identitaria de su personaje. De hecho, antes que su orientación es su vocación como docente y la pasión con que la práctica lo ocupa un lugar central de la trama. De esta manera, El maestro es más universal de lo que parece. Aborda un tema tan inmenso como es la intolerancia pero reduciéndolo al interior de una pequeñísima comunidad. En este caso, el estigma a la orientación de Natalio aunque podría ser a cualquier otra cosa que haga tambalear los cimientos conservadores sobre los que se sostiene el pueblo. Algo parecido ocurría en Joel (2018) de Carlos Sorín, director conocido por sabe hacer de lo particular algo universal. Allí la llegada de un niño adoptado a un colegio despertaba el rechazo clasista por parte de la comunidad exigiendo la expulsión del alumno.
Una vez que los rumores sobre el presunto romance entre Natalio y Juani se esparcen no hay mucho más que se pueda hacer. Primero en forma de miradas cómplices, luego en comentarios en voz baja hasta finalmente una denuncia falsa por abuso infantil como si ser homosexual lo convirtiera por defecto en un pervertido. El final carga con un sentimiento de impotencia y de sumisión. Uno espera que el maestro se defienda, que desmienta el hecho ante la directora. Pero es más lúcida su decisión de armar las valijas en silencio y aceptar el traslado. De uno u otro modo, su partida ya estaba escrita. Lo que viene a dejar en claro el accionar repelente del pueblo es que la intolerancia es un virus que se contagia entre agresores pero vuelve inmune a aquel que la recibe.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto