Argentina, 1985 es el relato de un hito único en la historia argentina y universal: El juicio a las juntas. El filme comienza en 1984, mostrando al fiscal Strassera (Ricardo Darín) en la intimidad. Los primeros trazos lo presentan como a alguien en estado de alerta ante la posibilidad de que un espía pueda infiltrarse en su cercanía, sostenido en su familia y ligeramente escéptico sobre la posibilidad de que se concrete el juicio. La música de los Abuelos de la nada y Charly García ayuda a introducirnos en aquellos álgidos años 80. Mientras asistimos a la dinámica de la familia Strassera aparecen apuntes fundamentales sobre su pensamiento. Su reacción a una aparición pública del ministro del interior y, más adelante en el relato, su manera de declinar una invitación de Bernardo Neustadt, lo pintan de cuerpo entero. Pero lo que parecía imposible se torna inevitable. El tribunal castrense se niega a enjuiciar a los nueve principales responsables militares y políticos de la última dictadura cívico militar. Así, el juicio ordenado por el presidente Alfonsín pasa a la justicia federal y Strassera será la persona responsable de la acusación. A partir de este punto aparecen nuevos actores. El compromiso de Carlos Somigliana (Claudio Da Passano), la designación de Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) como fiscal adjunto y el armado de un equipo de jóvenes estudiantes y trabajadores del derecho que debieron recorrer el país para buscar las pruebas que les permitan sostener la querella. En este punto hay que decir que la dirección de actores es extraordinaria. Darín realiza un trabajo notable como ya nos tiene acostumbrados desde hace décadas. Pero lo de Peter Lanzani es consagratorio. Y lo más importante, nadie exagera el tono y todos dan la talla. Los jóvenes que interpretan a los hijos del fiscal, los que se integran al equipo de la fiscalía y los actores más consagrados, como Norman Brisky y Alejandra Flechner, conforman un elenco sólido, intérpretes perfectos para un relato imprescindible. Como al pasar, en la conferencia de prensa del filme se contó una anécdota transcendental. Santiago Mitre y Mariano Llinás escribieron un guion y se lo mostraron a los primeros productores en sumarse al proyecto. Ese guion inicial fue descartado de cuajo y a partir de ese momento ellos debieron trabajar e investigar profundamente a lo largo de un par de años más para poder llegar a este trabajo que condensa en poco más de dos horas una época y un momento fundacional de la democracia argentina. Y lo hace con inteligencia, momentos de humor, sentido del ritmo cinematográfico y profunda humanidad.
Esta semana llegó a los cines Todo en todas partes al mismo tiempo, la segunda película de los Daniels (Daniel Kwan & Daniel Scheinert), quienes ganaron en Sitges y Sundance por su ópera prima Swiss Army Man. Producida por A24 (Good Time, El sacrificio de un ciervo sagrado, La tragedia de Macbeth, Midsommar y la serie Euphoria, entre muchos otros prestigiosos créditos), la película cuenta la historia de Evelyn Wang (Michelle Yeoh) y su familia. Al comienzo el relato ofrece una situación cotidiana. Evelyn es una mujer de mediana edad que no se siente realizada. Es propietaria, junto a su marido Waymond, de una lavandería. Tienen una hija, Joy, que es lesbiana. Y su propia frustración complica su relación con sus seres más cercanos. Además de una dificultad mayúscula con hacienda. Esta situación financiera se corporiza al visitar a Deirdre Beaubeirdra, una despiadada auditora de impuestos brillantemente interpretada por Jamie Lee Curtis. Lo que parte como un retrato costumbrista rápidamente migra hacia el fantástico cuando aparece la idea del multiverso. Mundos paralelos que se van multiplicando ante cada disyuntiva, cada decisión, y que le brindan a quien pueda controlarlos el conocimiento ganado por el individuo en cada una de esas otras vidas. Lo cierto es que la idea de los multiversos, en este filme, les permite a los realizadores la posibilidad de explorar distintas ideas, algunas de ellas muy entretenidas, lúdicas e imaginativas. Pero, como en casi toda ficción que incluye múltiples capas narrativas que se superponen, por momentos el relato se torna bastante farragoso, difícil de seguir. No obstante, gracias a las actuaciones y a que los los Daniels no se toman demasiado en serio, el resultado final es bastante satisfactorio.
Ya desde las notas de prensa vinculadas a su rodaje se hablaba de Las Rojas como de un western protagonizado por mujeres. Y el tercer largometraje de Matías Lucchesi (Ciencias naturales, El Pampero) no defrauda. La aridez del desértico paisaje mendocino de Uspallata y Potrerillos, en cuyas locaciones se rodó el filme, le dan el marco ideal a este relato de aventuras. El filme cuenta la historia de dos paleontólogas: por un lado, está la prestigiosa Carlota (Mercedes Morán), una científica reconocida que custodia el hallazgo más importante de su carrera: los restos fósiles de un hipogrifo, animal mítico mitad ave mitad león de cuya existencia no se tenía certeza. La otra es Constanza (Natalia Oreiro), quien llega al lugar de las investigaciones enviada por la fundación que la financia. Ella tiene el objetivo de supervisar los trabajos de Carlota y la manera en la que ella ejecuta el cuantioso presupuesto que le asignan. En esta oportunidad Lucchesi no cuenta con Gonzalo Salaya, su socio habitual a la hora de sentarse a escribir el guion. Ese lugar le está reservado en Las Rojas a otro trabajador audiovisual con particular predilección por la aventura, Mariano Llinás. Y el resultado es más que positivo, uno de los secretos del éxito de este filme radica en su libro cinematográfico. Ya que dota a este relato de un ritmo trepidante. Desde el momento en el que Constanza baja del micro hasta el final del largometraje el filme propone intrigas pequeñas pero constantes que movilizan la acción. Esto, sumado a las estupendas actuaciones, una cuidada fotografía a cargo de Ramiro Civita (Picado fino, El invierno) y un montaje preciso que sostiene la fluidez del filme hacen de Las Rojas una gran aventura y a su visionado una experiencia realmente placentera.
Las historias pequeñas, sobre situaciones cotidianas y personajes sencillos, parecen haberse instaurado hace ya tiempo como una columna troncal en el cine argentino. Junto a ellas, el término “austero” surge con frecuencia como designio de una forma de contar simple y sin alardes. En el caso de El maestro, la sencillez es moderación que, además de venir por una causa económico-narrativa que hace que consciente de sus limitaciones busque la proporción exacta para contar de la mejor manera su historia; responde también a la relación del protagonista con el mundo que lo rodea. Natalio, interpretado por un solvente Diego Velázquez, es un hombre de mediana edad que sigue viviendo con su madre y se dedica con pasión a la enseñanza en una escuela primaria. Es una persona querida en la institución por directivos, padres y alumnos. En especial, por Miguel, un niño víctima de bullying que encuentra sostén afectivo en el docente. Para el pueblo, él es el maestro. Pero Natalio también es homosexual, rasgo del que ni él ni nadie habla. Es como que con los años el personaje ha aprendido a moverse con discreción, manteniendo su amabilidad pero evitando levantar cualquier tipo de sospecha sobre su identidad sexual. Basta entonces la llegada de Juani, un amigo en problemas al que el docente ayuda con alojamiento y compañía, para que los prejuicios se agiten como piezas de un jenga, revelando el costado más horrible de sociedad. El trabajo de Cristina Tamagnini y Julián Dabien parece apoyarse en un naturalismo que está lejos de querer representar un lugar en concreto. Si bien, la tonada salteña parece otorgar una ubicación espacial, el pueblo puede ser cualquier pueblo de cualquier provincia del país. Está la vecina de enfrente que saluda. La carnicería. La plaza principal. La escuela. Y, como bien lo singulariza el título de la película, está el maestro. La temporalidad tampoco intenta ser precisa. Hay un lustre anacrónico que impide determinar si los hechos ocurren en el pasado o es el pueblo el que se ha quedado en el tiempo. Apenas algunas huellas como un televisor, un automóvil, o la ausencia de celulares, nos permiten ubicarla en algún rincón de los años noventa. Si se la piensa dentro del cine LGBT, es por demás una película atípica. No intenta ser una denuncia explícita sobre discriminación ni tampoco narra la búsqueda identitaria de su personaje. De hecho, antes que su orientación es su vocación como docente y la pasión con que la práctica lo ocupa un lugar central de la trama. De esta manera, El maestro es más universal de lo que parece. Aborda un tema tan inmenso como es la intolerancia pero reduciéndolo al interior de una pequeñísima comunidad. En este caso, el estigma a la orientación de Natalio aunque podría ser a cualquier otra cosa que haga tambalear los cimientos conservadores sobre los que se sostiene el pueblo. Algo parecido ocurría en Joel (2018) de Carlos Sorín, director conocido por sabe hacer de lo particular algo universal. Allí la llegada de un niño adoptado a un colegio despertaba el rechazo clasista por parte de la comunidad exigiendo la expulsión del alumno. Una vez que los rumores sobre el presunto romance entre Natalio y Juani se esparcen no hay mucho más que se pueda hacer. Primero en forma de miradas cómplices, luego en comentarios en voz baja hasta finalmente una denuncia falsa por abuso infantil como si ser homosexual lo convirtiera por defecto en un pervertido. El final carga con un sentimiento de impotencia y de sumisión. Uno espera que el maestro se defienda, que desmienta el hecho ante la directora. Pero es más lúcida su decisión de armar las valijas en silencio y aceptar el traslado. De uno u otro modo, su partida ya estaba escrita. Lo que viene a dejar en claro el accionar repelente del pueblo es que la intolerancia es un virus que se contagia entre agresores pero vuelve inmune a aquel que la recibe. Por Felix De Cunto @felix_decunto
El tercer largometraje ficcional del cineasta pernambucano Kleber Mendonça Filho (Sonidos vecinos, Aquarius), en este caso en codirección con Juliano Dornelles, transcurre en una ciudad imaginaria y en un futuro muy próximo (algo así como la serie Max Headroom que transcurría “20 minutos en el futuro”). La cinta comienza con la llegada de la joven Teresa a Bacurau. Ella realiza el largo viaje para asistir al velorio de su abuela, un personaje muy querido por su pueblo, pero también para acercar medicinas y otras provisiones que el perverso jefe de gobierno local no deja ingresar. A favor del filme podría decirse que resulta muy interesante la participación de las mujeres en la defensa de la ciudad. Desde la ya mencionada Teresa hasta Domingas, el complejo personaje interpretado por Sônia Braga, pasando por otros personajes con roles menos destacados pero igualmente determinantes. Resultan igualmente atractivos la construcción del personaje de Lunga, un forajido de la justicia que regresa a su ciudad para dirigir la resistencia, y la manera en la que Mendonça presenta la problemática. Del otro lado de la balanza hay que señalar que la cosmovisión completamente binaria del mundo (bien divididos entre el pueblo y los malvados angloparlantes aliados al caricaturesco líder del gobierno) afecta al resultado final. Los únicos personajes que expresan algún nivel de contradicción son Domingas, posiblemente la más compleja y lograda, y los delincuentes Lunga y Pacote. El cineasta aprovecha la estentórea profundidad del sertão y la localización temporal de su relato para embeber al filme con elementos del western y del cine de género fantástico. Seguramente la principal virtud de Kleber Mendonça Filho sea cierto talento para narrar. Al igual que sus filmes anteriores, Bacurau fluye armoniosamente y atrapa al espectador cómplice desde el comienzo hasta el último frame. Por Fausto Nicolás Balbi @FaustoNB
Hay muchas películas, incluso algunas de ellas nacionales, en las que por distintas circunstancias un puñado de jóvenes deben hacerse cargo de su propio destino. En este caso ocho muchachos (en su mayoría adolescentes), prácticamente aislados, conforman una formación dentro de un grupo guerrillero y tienen bajo su cuidado a una doctora estadounidense (prisionera de guerra) y una vaca lechera que les es entregada en carácter de préstamo. La mayor diferencia entre Monos y la gran mayoría de las películas de este estilo que vimos en las últimas décadas es que a Alejandro Landes se le nota el magnífico control de la puesta en escena y la pericia narrativa y visual que hay detrás de cada plano, de cada secuencia. La fisicidad es una de las claves de este filme que comienza con un momento de futbol ciego y continúa con un riguroso entrenamiento que incluye abrazos mientras el comandante menciona lo importante que es la confianza entre ellos. Pero con el correr de los minutos también veremos como Landes describe el deseo que se produce entre estos jóvenes y la forma en la que se relacionan a partir de ello. Si bien Landes es un realizador colombiano y sus personajes también lo son (queda claro en sus acentos) el filme no habla sobre una guerrilla en particular, no es un alegato sobre las FARC, ni nada que se le parezca. Al contrario, para desmarcarse de una referencia puntual el equipo de arte de la película estudió casos de grupos rebeldes de Crimea, Chechenia y Medio Oriente. En última instancia Monos es una película que indaga sobre el funcionamiento de una (micro) sociedad, una “familia” atravesada por la locura, el deseo, la culpa, la muerte y la necesidad de lealtad. Por Fausto Nicolás Balbi @FaustoNB
“Vendrán lluvias suaves y olor a tierra mojada”, así se iniciaba un texto centenario de la poetisa estadounidense Sara Teasdale. La composición, homónima a este filme, es aprovechada por el realizador santafesino Iván Fund para brindarle mayor vuelo poético a este trabajo para que acompañe la belleza de las imágenes fotografiadas por Gustavo Schiaffino, colaborador de Gustavo Fontán en películas como El limonero Real o La casa. Vendrán lluvias suaves es un tímido acercamiento del realizador al universo del cine fantástico. A partir de un apagón que ocurre en toda la pequeña ciudad los adultos no vuelven a despertar de un sueño que se prolongará a lo largo del relato. Desde ese momento un puñado de niños, acompañados de sus perros se las apañarán para vivir solos, sin la mirada de los padres y se hacen dueños de la ciudad en medio del miedo y la incertidumbre. Lo cierto es que si bien el filme tiene un punto de partida interesante y una serie de logros formales (fundamentalmente la fotografía ya aludida y su puesta en escena), sus debilidades, encabezadas por la extrema cadencia del relato y una banda sonora sobrecargada, terminan diluyendo el resultado final. El elenco de niños trabaja con naturalidad, hay química entre ellos, pero el guion no les permite el lucimiento. Es curioso como el filme se aleja de todo lo bueno que puede representar un elenco juvenil. No aparecen aquí la sensación de peligro inminente y aventura vital de Super8 (J.J. Abrams, 2011) o la serie Stranger Things, ni la profundidad de Demi-tarif (Isild Le Besco, 2003) en la que los niños debían sostener solos la cotidianidad del hogar frente al absoluto abandono parental. Partiendo desde un planteo inspirado en el cine de género fantástico Iván Fund termina construyendo una obra audiovisual que parece mucho más preocupada por la belleza de su universo visual que por la construcción de un relato sólido, envolvente. Cuando lo fantástico vuelva a hacerse presente muchos ya habrán perdido el interés en la suerte de los personajes. Por Fausto Nicolás Balbi @FaustoNB
La ópera prima de la actriz Mónica Lairana comienza con una cita del escritor francés Romain Rolland: “Cada cual lleva en el fondo de si mismo como un pequeño cementerio de aquellos a los que ha amado”. Esta frase es muy oportuna ya que resume el espíritu y la estética del filme. Poéticamente La Cama describe las últimas 24 horas de convivencia de una pareja sexagenaria que se está separando y, a la vez, despidiendo del hogar que compartieron durante décadas, en el que dejaron la mayor parte de sus vidas. El plano secuencia inicial muestra a los protagonistas completamente desnudos, teniendo sexo o al menos intentándolo. Ese plano secuencia es riguroso, vital; esos cuerpos expresan mucho más que las palabras que eventualmente pudieran pronunciarse. Esos cuerpos hablan de la experiencia, de lo vivido, de la confianza y el amor profundo que alguna vez se tuvieron. Pero también expresan la frustración, la pérdida, la imposibilidad de poder volver a recrear la sincronicidad que alguna vez tuvieron al momento de demostrarse afecto y de pretender alcanzar el goce mutuo. Lo valioso de La Cama es que Lairana no solo asume el riesgo al inicio del filme, sino que sostiene el registro de aquella coreografía corporal a lo largo de todo el metraje. Planos largos, economía de palabras, una paleta de colores que enfatiza los tonos ocre apagados, deslucidos y una ausencia casi total de movimientos de cámara. En sus propias palabras la cineasta se propone realizar una “exploración cruda y minimalista de la maravilla de la vida ordinaria y cotidiana para retratar ese instante de intimidad final de una pareja”, y lo consigue a la perfección. Todo en la película tiene sabor postrero, definitivo, final. Pero lo comunica sin momentos estridentes, a través de la relación entre los cuerpos y una cuidadísima puesta en escena. Es triste y hermoso observar como a esos cuerpos, a esas personas que alguna vez supieron amarse, aun en el momento definitivo todavía los une la ternura. Por Fausto Nicolás Balbi @FaustoNB
Nazaret es la ciudad con mayor población árabe de Israel, allí trascurre la historia de Abu y Shadi, un padre y su hijo que recorren en auto la ciudad para acercar personalmente cada una de las invitaciones a la boda de la hija del patriarca. Como una suerte de Road Movie urbana, tipo El casamiento de Rana (primera película de Hany Abu-Assad en Palestina), el filme estará atravesado por la muerte, pero de forma tangencial. Comienza con avisos fúnebres y a lo largo del metraje se irán colando referencias de otros sucesos como entierros, y también se mencionará el infarto que sufrió Abu recientemente. Shadi es arquitecto, vive en Italia y el filme describe su primer día en Nazaret tras años de ausencia. Con pericia la realizadora Annemarie Jacir, irá desarrollando a largo del relato las tensiones entre padre e hijo, probablemente profundizadas por los años de ausencia. Abu, el padre, es un respetado docente que supo adaptarse a los cambios políticos y sociales, representa la sabiduría ancestral, la tradición y de alguna manera el conservadurismo. En cambio, Shadi tiene una cosmovisión distinta, más occidentalizada, a pesar de mantener un lazo con su patria al estar en pareja con una mujer de origen palestino (cuyo padre es un intelectual que participó de la mítica OLP). Lo interesante de Wajib es la mirada sensible de su realizadora. Ella dosifica la información a la que vamos accediendo a medida que los protagonistas van interactuando con los futuros invitados a la boda. La tensión con lo judío tendrá como disparador la decisión de Abu de invitar a un hombre que es sospechado, al menos por Shadi, de realizar espionaje en favor de los enemigos del pueblo palestino. Los actores que componen a los personajes protagónicos son padre e hijo en la vida real, artistas muy experimentados. El veterano Mohammad Bakri llegó a trabajar a las órdenes de directores consagrados como Costa-Gavras, los hermanos Taviani, Amos Gitai y Saverio Costanzo, y tiene varios créditos como realizador. Por eso no sorprende la química que demuestran en la pantalla. El personaje de la novia/hija/hermana es fundamental porque es la que parece entenderlos a ambos. A uno por afinidad etaria y crianza común, al otro por cercanía constante. Ella representa en el filme la idea de aceptación. Con su delicada caligrafía cinematográfica, Annemarie Jacir habla del estado de las cosas en Palestina y de tópicos universales como la tradición, la familia, los cambios en las generaciones. Finalmente, lo que Jacir parece decirnos sobre las postrimerías del metraje, es que lo que chocan en la película no son solo dos formas de ver el mundo, sino también dos caracteres muy parecidos que saben interiormente que deberán trabajar en aceptarse. Por Fausto Nicolás Balbi @FaustoNB
El comienzo de Pequeña gran vida es intrigante. Un científico noruego consigue achicar a una rata y luego seguirá el curso con seres humanos. La idea es buscar la solución a un mundo superpoblado que tiende a extinguirse, y con personas de solo 12 centímetros, por su puesto, se consumirán menos recursos naturales. Más tarde el filme contará la historia de Paul Safranek (Matt Damon) y su mujer Audrey (Kristen Wiig). Ellos llevan algún tiempo casados, no tienen hijos y las hipotecas son un peso que no les permite poder establecerse con todas las comodidades que siempre desearon. En ese hipotético presente ya existe la posibilidad de reducirse y vivir de forma cómoda y segura. Y al conocer a gente que ya lo hizo, esta aparece como una gran opción. Así, ellos toman la decisión de liquidar sus bienes, juntar todo el efectivo posible e irse a vivir como millonarios de 12 centímetros. A pesar de que la vida en miniatura no resulta lo idílica que esperaba, Paul tendrá la posibilidad de conocer a Ngoc Lan Tran, una disidente vietnamita minimizada contra su voluntad por el gobierno de su país, y a otros personajes que le permitirán al protagonista ampliar su cosmovisión. El director de Nebraska construye aquí un relato desparejo. Pequeña gran vida no termina de encontrar ritmo y la película se torna morosa y extensa. A pesar de esto, la misma no está exenta de virtudes: en el primer segmento Alexander Payne acierta al expresar su crítica sobre el American way of life, mientras que en la segunda mitad es muy interesante como logra volcar una mirada humanista y global. Estos logros no alcanzan para terminar de redondear una buena película, principalmente porque en sus constantes virajes temáticos (película sobre un matrimonio joven promedio, la aventura de vivir miniaturizado, fábula ecológica sobre el final de la vida en la tierra) el relato nunca logra establecerse y funcionar naturalmente. Así Pequeña gran vida termina siendo una pequeña gran decepción, lejos del nivel habitual de su realizador. Por Fausto Nicolás Balbi @FaustoNB