Está inspirada en una historia real la ficción que la cordobesa Cristina Tamagnini y el chabuquense Julián Dabien titularon El maestro. Dicho esto, los autores de este largo parecen menos interesados en contar lo que le sucedió al hasta ahora desconocido Eric Sattler que en exponer la mentalidad homofóbica de la sociedad argentina en dos escenarios bien precisos: un pueblito salteño y una escuela pública del nivel primario.
Podría trazarse un paralelismo entre el Natalio que Diego Vázquez interpreta con conmovedora versatilidad y el inolvidable Sr. Lehrer que Juan José Camero compuso a fines de los años ’80 para La deuda interna de Miguel Pereira. Uno y otro se desempeñan en la misma región (aunque el primero es un docente de pueblo mientras el segundo es un docente rural) y entablan un vínculo especial –casi paternal– con un alumno. Por distintos motivos, ambos resultan problemáticos para nuestro sistema educativo.
A diferencia de lo que sucede en los países nórdicos o en Francia, en Argentina los maestros varones son minoritarios. También son disruptivos, primero porque atentan contra el estereotipo que define a la señorita como una «segunda mamá», segundo porque encienden las alarmas anti-pedofilia. Si el docente parece o es gay, las luces se ponen más rojas todavía.
Tamagnini y Dabien filman el crecimiento de este prejuicio: débil mientras se basa en rumores o habladurías; poderoso cuando el chisme es ascendido a la categoría de información (igual de mal intencionada). El dato objetivo legitima la criminalización del homosexual sospechoso y sospechado.
Acaso éste sea el mejor trabajo de Vázquez, que aprendimos a reconocer después de haber visto La larga noche de Francisco Sanctis de Andrea Testa y Francisco Márquez. Lo acompañan la siempre dúctil Ana Katz, la imponente Georgina Parpagnoli, Ezequiel Tronconi, el niño Valentín Mayor Borzone, cuyo Miguel es menos protagonista que el Verónico Cruz de La deuda interna, y Daniel Veleizán, cuyo Hugo representa el summum del macho argentino.
Natalio, por su parte, encarna al maestro vocacional, por lo tanto dedicado. El compromiso con su profesión es inalterable; en cambio muta la manera de asumir (y vivir) su homosexualidad. De esta otra evolución también se ocupan los realizadores; la relación con la exacerbación de los prejuicios sociales –y de las conductas sancionatorias– se vuelve evidente.
Un dato nada menor: el conflicto con el pueblo donde vive y trabaja se dispara mientras el maestro ensaya con sus alumnos una representación teatral de El principito. La referencia a la fábula de Antoine de Saint-Exupéry admite por lo menos dos lecturas: una consecuente con la moraleja «Lo esencial es invisible a los ojos», y por lo tanto destinada a explicitar la crítica a quienes prejuzgan según las apariencias; otra –quizás más rebuscada– anclada en los rumores sobre el vínculo que el aviador francés mantuvo con una muchacha entrerriana, presunta musa inspiradora de Le petit Prince (para más datos, los interesados harán bien en mirar Vuelo nocturno de Nicolás Herzog).
Entre las virtudes de El maestro, se destaca su delicadeza. Esta condición la diferencia de otras películas que también abordan el linchamiento social de docentes hombres, por ejemplo la escalofriante La cacería de Thomas Vinterberg y la rebuscada El hombre sin rostro que Mel Gibson dirigió y protagonizó a principios de los ’90.