Como "Dr. House", pero a la española
Producida por Alejandro Amenábar, escrita por el últimamente prestigioso Daniel Sánchez Arévalo (unos años atrás, su película Azuloscurocasinegro fue todo un suceso de estima en España) y exhibida en los festivales de Berlín y San Sebastián, El mal ajeno es una prueba viviente del estado de deterioro en que se sume, desde hace tiempo, cierto cine al que alguna vez se consideró “de calidad”. Suma de serie televisiva-hospitalaria con película “seria” –de esas que tratan, se supone, temas “importantes”–, sin perder un muy hispano aire de contrición, esta ópera prima del bilbaíno Oskar Santos acumula tremebundias dramáticas, disparates de guión y una tesis de baratija de autoayuda, de esas que dan vergüenza ajena de sólo contarlas. Así está la qualité por estos días.
La cuestión es así. Con canas, barba y gesto circunspecto, Eduardo Noriega es Diego, médico especialista en dolor que se ha pasado la vida reprimiendo el suyo, tanto como cualquier otro sentimiento que lo afecte, del signo que sea. Autoconvencido de que poco o nada puede hacerse para atemperar el dolor ajeno, Diego trabaja en una clínica que, por la extraña gravedad de sus casos, da la impresión de ser la sucursal española de la del Dr. House. No sólo el trabajo viene complicado para el Dr. Diego: se está separando de su mujer –que, tanto como para sumar dolor, trabaja como enfermera en la misma clínica–, al padre médico le hace tacto rectal pero no le detecta un tremendo cáncer y el leve escozor de la hija adolescente es sólo el anticipo de una gonorrea que –como si los avances de la medicina en las últimas centurias no hubieran llegado hasta allí– podría resultar mortal.
¿Es él el culpable de tanto horror alrededor o es esa maldita clínica la que empeora enfermedades? A partir de determinado momento será más bien lo contrario, cuando el Dr. Diego descubra que, como en un libro de Víctor Sueiro, sus manos curan. ¿Curan desde siempre? No, sólo desde que el amante de una paciente, furioso por su mala onda, le alojó un balazo a la altura de la clavícula. ¿Qué tiene que ver la bala con el poder curativo? Muy simple: se trata de un don transmisible, que en este caso se comunicó mediante un abrazo post-balazo. Una nena –hermana menor de su amante– se lo pasó primero al hombre que la atropelló y mató en una ruta, antes de sostenerla en sus brazos, y ahora ese mismo hombre se lo transfirió al médico, luego de intentar asesinarlo. No se trata de matar al prójimo para recibir el don, sino de abrazarse más. Por ese motivo, el Dr. Diego, tradicionalmente renuente a toda forma de contacto, anda ahora repartiendo caricias por las camas. Es como Patch Adams, pero con el aire de gravedad de un Bergman hispano.