El mal del tercer mundo
La nueva película del alemán Ulrich Köhler, El mal del sueño, llega a las salas porteñas después de haber sido galardonada con el Oso de Plata al mejor director en el Festival de Berlín de 2011. Nos encontramos ante un film ambicioso y ambiguo que seguramente despertará discusiones.
El relato, dividido a grandes rasgos en dos partes, comienza con la llegada de la hija y la esposa del doctor Ebbo Ventel (Pierre Bokma) a Camerún, donde este se encuentra desde hace unos años trabajando para erradicar la enfermedad del título. El dilema del protagonista en esta sección de la narración es si regresar a Alemania o no, atrapado entre su familia y la fascinación que el lugar despierta en él. A pesar de centrarse de forma casi exclusiva en este personaje, el espectador no logra identificarse con él. Por un lado parece ser un profesional ético, dado que logró contener la enfermedad y se rehúsa a seguir solicitando los subsidios innecesarios de los que se aprovechan los funcionarios corruptos del país. Por el otro, trata con obvia hostilidad a los habitantes, de quienes se burla y abusa verbalmente.
Una elipsis temporal de tres años da comienzo a la segunda parte de la historia y presenta a Alex Nzila (interpretado por Jean-Christophe Folly), personaje que será el nuevo centro de la narración. Esta sección transporta al espectador a Europa, donde este médico francés de la Organización Mundial de la Salud se prepara para viajar a Camerún con el objetivo de evaluar los programas de ayuda económica. Una vez que llegue al país, se encontrará con la indiferencia y el rechazo de los nativos (por la amenaza de que pueda detener los subsidios y por ser de ascendencia africana), y con que Ebbo, el doctor a cargo, lo esquiva.
La lectura inmediata del film pone en primer plano la situación de Africa respecto de las ayudas económicas que recibe del primer mundo, las cuales, por su mala distribución, antes que favorecer obstaculizan el desarrollo, privando “cualquier responsabilidad democrática”, como se escucha en un momento del film. Pero el relato también se ocupa de la transformación que experimenta el personaje principal, fascinado por un lugar del que no puede irse. Esta sensación es transmitida al espectador gracias a la espléndida fotografía, que realza la magnificencia de la naturaleza; en este sentido, son maravillosos los planos nocturnos obtenidos con muy poca iluminación.
La ausencia de música y los pocos diálogos ponen en primer término el accionar de los personajes, cuya falta de justificación en algunos momentos (en especial en la primera parte), hacen que la narración se vuelva confusa y no se vislumbre de manera clara un conflicto central. El final abrupto con una imagen simbólica deja en manos del espectador la resolución del film.