Sin escapatoria Esta opera prima cordobesa de Mariano Luque, realizada con escaso presupuesto y en digital, exhibe de manera audaz la actual problemática de la violencia de género a partir de la historia de una pareja que vacaciona en un camping sin mucho que decirse. Un moretón en el rostro de Carmen (Mara Santucho), aunque se quiera disimular, remite inevitablemente a un golpe intencionado. Sumado a ello, el silencio constante deja en claro una violencia verbal y física incontenible. En Salsipuedes la tensión es constante y las tomas largas con planos cerrados son las indicadas para trasmitir la sumisión y permitir que el espectador pueda lograr una identificación plena con el personaje femenino. Ante semejante opresión, y de manera contrastante, se lucen planos fijos y generales de la naturaleza en todo su esplendor. Lo interesante es que si bien el director insinúa una escapatoria al conflicto atroz; sin embargo, lejos de proponer una salida esperanzadora, muestra cómo la mujer se somete con inercia a los designios del maltrato. Luque propone entonces un relato circular, en el que el título del film remite menos a un lugar concreto que a la triste realidad de la dificultad de ser libre en un entorno hostil.
Un viaje que acerca Villegas sigue a Esteban (Esteban Lamothe) y Pipa (Esteban Bigliardi), dos primos que luego de no verse por mucho tiempo, se reúnen para emprender un viaje a General Villegas tras recibir la noticia del fallecimiento de su abuelo. A medida que atraviesan la provincia en el auto de Esteban, salen a la luz algunos reproches y rencores, a la vez que surge el deseo de recuperar recuerdos compartidos. En esta ópera prima de Gonzalo Tobal vista en la última edición del BAFICI, el viaje significa tanto la despedida de un ser querido en común, como el reencuentro y la reconciliación de pares, luego de años de resentimientos. Con una narración lineal, el director sale de la ciudad para volver al campo, revalorizando las vastas tierras y el ganado, mediante impresionantes travelings y paneos de 360°. La complicidad de Tobal con sus personajes se evidencia en el retrato de la amistad y el paso de la juventud a la adultez, con la asunción de responsabilidades y roles que ello acarrea.
Esa maldita araña Cuatro años después del estreno de Los paranoicos, el director Gabriel Medina presenta su segundo largometraje, una propuesta afortunadamente diferente que se vio en el último BAFICI con muy buen repercusión: La araña vampiro. El film, protagonizado por Alejandro Awada y Martín Piroyansky, se mete con la naturaleza, los mitos y las relaciones paterno-filiales. A través de un relato clásico, la historia se sitúa en las sierras cordobesas, lugar al que acuden un padre y su hijo un tanto conflictuado (los mencionados Awada y Piroyansky) para compartir un tiempo a solas. A los evidentes conflictos psicológicos por los que está atravesando el adolescente, se le suma la picadura letal en el brazo de la “araña mala” o “araña vampiro”. Este episodio es el quiebre donde los personajes comienzan una carrera contra el tiempo en la búsqueda del antídoto (ser picado nuevamente), debiendo el personaje ser guiado por un lugareño alcohólico (Jorge Sesán) por los bosques deforestados de una montaña. Con un estilo preciso, el director sabe manejar con inteligencia los tiempos de cada escena, y las situaciones dramáticas son abordadas desde lo cómico más de una vez.
Erase una vez en Pompeya Por Carolina Soria Tras numerosas reuniones y “tormentas de ideas”, el director Samuel Goldszer y su asistente Juan Garófalo comienzan a edificar un universo de gángsters para ser llevado a la pantalla grande. Ese mundillo que poco a poco comienza a tomar forma está integrado por Dylan (José Luciano González), su hermano sordomudo y un amigo, quienes de pronto se encuentran inmersos en asuntos de mafia rusa y coreana. El film alterna, por un lado, las reuniones entre director y guionista, en las cuales van construyendo y caracterizando a cada uno de los personajes, imaginan la música y las ambientaciones, a la vez que hacen sugerencias tales como “ver orientales en el cine suma”. Por otro, se suceden las escenas “ficcionales” propiamente dichas, que son, muchas veces, introducidas por el relato de los autores. Al igual que ocurría en Upa! Una película argentina (2007, Santiago Giralt, Tamae Garateguy y Camila Toker), Garateguy (aquí solista) retoma la inquietud por el proceso de creación, ahondando en los momentos creativos y en las personas allí involucradas. En este sentido es interesante notar que al tiempo que la directora satiriza a los personajes para “des-idealizar” el proceso de escritura, pareciera reconocer en ellos a sus álter ego. En un principio, el universo gangsteril pareciera construirse con cierta ambigüedad, en tanto parecen fragmentos aislados que no construyen una historia autónoma sino que simplemente aparentan ser funcionales a la estrategia narrativa de mostrar el proceso de construcción de un film. Sin embargo, a medida que avanza la historia, los fragmentos comienzan a adquirir autonomía y a funcionar orgánicamente con todos los elementos propios del género: mafia, venganza, crímenes y escenas de extrema violencia (con un toque tarantinesco). En un ir y venir entre ficción y “realidad”, los dos universos se desarrollan hasta la “confrontación”, como prefiere llamarlo la directora para no develar el final. Si a simple vista la película peca de pretensiosa, su desarrollo y desenlace demuestran que Pompeya cumple con varias de sus promesas. Habrá que seguirle los pasos a Garateguy para ver qué se trae en su próximo film, Mujer lobo, esta vez sobre una asesina serial.
¡Vuelve el cine “importante” de los ochenta! Acorralados promete, en su escena inicial, ahondar en la crisis social, económica y política que atravesó el país a comienzos de milenio, a partir del recurso de imágenes de archivo de la ciudad convulsionada y de los principales titulares del momento. Sin embargo, esta introducción no es más que un fácil y económico recurso narrativo para situar el “contexto” de la trama y funcionar como motor de las acciones. El resultado es un precario film de género, que lejos de reflexionar sobre el pasado reciente (y la actualidad) se queda en una problemática individual y de poca consistencia. Como consecuencia del corralito bancario, Funes (Federico Luppi) se encuentra imposibilitado para comprar la insulina que necesita diariamente para su diabetes. Con todos sus ahorros capturados por el banco, el protagonista se presenta allí, granada en mano, para exigir lo que le corresponde. Pero claro, no es el único que sufre. También reclaman lo suyo unos padres desesperados con un nene sordo, a quienes la medida impuesta no les permite viajar a Estados Unidos para intervenir quirúrgicamente a su hijo. Estas desgracias se desarrollan en un ambiente minado de estereotipos: el banquero “comprensivo” interpretado por Gabriel Corrado; el policía garca encarnado por Gustavo Garzón, quien con un cigarrillo y su arma no hace más que ignorar denuncias y putear; y como frutilla del postre, Dora, interpretada por Esther Goris y merecedora de un párrafo aparte. Representante de la voz del pueblo e inspirada en la moda “ochentosa”, Goris interpreta a una madre cuarentona con dos hijos de 5 y 8 años de edad. Como tantos otros afectados, Dora se presenta en la puerta tapeada del banco -el mismo amenazado por Funes en su interior- con vaso de cerveza, parrillita y reposera (¿?). Con su distinguida y enérgica retórica, busca a los medios para descargarse, grita, patalea y hasta revolea la cartera en las escenas que recrean las agresiones policiales hacia los manifestantes. La mayor parte del film se desarrolla entre el interior y exterior del banco, repitiendo varios de los tópicos de las películas comúnmente llamadas “de robo a bancos”: el momento previo al atraco, el asalto propiamente dicho con la toma de rehenes, negociaciones con la policía y la resolución final con la entrega del asaltante. Sólo que aquí, en todas y cada una de las escenas predomina lo insólito. Por ejemplo, cuando el protagonista visita la tumba de su esposa, es asaltado y golpeado por unos rebeldes adolescentes; en otra escena baila un vals con el niño sordo en el banco y olvida la granada en un escritorio. Para comprender la dimensión de lo absurdo, y sin intención de arruinarle el final a los posibles espectadores, ante esta situación el banquero en lugar de aprovechar el momento para entregar a Funes a la policía, le devuelve el explosivo. Como si semejantes imágenes no tuvieran “peso” propio, la música las acompaña casi ciento por ciento y sin lógica en todos sus estilos (suspenso, aventuras, vals, melodramática), en un intento de imprimirle al film una solemnidad de la que carece. La linealidad narrativa es interrumpida arbitrariamente con flashbacks en blanco y negro que representan el recuerdo de Funes en sus años de concertista o con su mujer y su hijo, que lejos de aportar algo a la narración la disgregan por completo. Acorralados podría llegar a ser adoptada en el futuro por un público amante de las películas “malas”, en el que la gente puede reírse de las elecciones estéticas del film, su pretenciosidad y sus moralejas. Dicho todo esto, uno no puede dejar de sentir pena por la presencia de Federico Luppi, otrora protagonista de El romance del Aniceto y la Francisca y Tiempo de revancha, en un film tan desafortunado.
Una película poco afortunada Esta ópera prima de Ana Halabe reúne un elenco que pareciera sacado de una telenovela de los años noventa: Fernán Mirás, Leonora Balcarce y Juan Manuel Tenuta, entre otros. E incluso, parece un capítulo largo de la actual Graduados, no sólo por lo anacrónico de las imágenes, sino también porque la historia no es otra que la del reencuentro de viejos amigos de la secundaria (en este caso, el de Gabriela y Felisa, y la eventual aparición de “Turquito”). Además de la previsibilidad de la trama, hay una recurrencia impulsiva de echar mano al conflicto central: Felisa trae mala suerte y Gabriela la quiere lejos de su vida, pero la perseverancia de la “yetattore” las une cada día más. Las desgracias que acarrea la presencia de Felisa como accidentes de autos, una cuenta bancaria repentinamente vaciada y asaltos diversos afectan principalmente y de manera cruel, a los más desamparados. Por ejemplo, a un ucraniano empleado de Gabriela y Marcelo, quien se fue de su país por la inseguridad e “irónicamente” termina recibiendo un tiro. La música constante e irritable de fondo subraya los momentos de “misterio” o los que debieran causar risa -que están lejos de lograrlo-, subestimando al espectador y haciendo que el film recaiga en la obviedad. Los momentos de humor entonces, no surten efecto y algunos procedimientos resultan poco eficaces, como cuando de manera inexplicable un guiño de ojo es resaltado sonoramente. Lo que podría haber funcionado como un ingrediente contundente en esta historia de infortunios -una posible infidelidad del marido de Gabriela-, y justificado en gran parte la falta de química entre los personajes de Cardinali y Mirás, se disipa al promediar poco más de la mitad del film. Unos episodios rayanos con lo inverosímil que hacen que Gabriela sospeche de Marcelo se transforman automáticamente en una causa noble, como la creación de una fundación para chicos desamparados. En fin, una película muy poco acertada en todos sus aspectos.
Enemigos de barrio Presentada como el primer policial de la historia del cine de Uruguay y luego de ser exhibida con éxito en su país, se estrena en las salas porteñas Reus, dirigida conjuntamente por Eduardo Piñero, Pablo Fernández y Alejandro Pi. Estamos ante un film realizado de manera colectiva y con fondos uruguayos, que apuntaba inicialmente al público local. Tras el prestigio alcanzado con la convocatoria de más de 50.000 espectadores, traspasó el circuito comercial local para recorrer numerosos festivales de todas las latitudes. En el barrio montevideano e histórico de Reus, equiparable con nuestro Once, conviven, no muy pacíficamente, dos bandas de delincuentes enemistadas y un grupo de comerciantes judíos preocupados, cada vez más, por la inseguridad creciente. Por un lado se encuentra “el tano”, que recién sale de la cárcel y la banda delictiva que lidera. Por otro, Don Elías, comerciante cuya esposa e hijo están con los preparativos para celebrar el Bar-Mitzvá. A medida que avanza el film, el vandalismo, los robos y el consumo de drogas como la “pasta base” acechan las calles y los negocios del distrito comercial de manera alarmante. Más allá de pertenecer a contextos sociales radicalmente opuestos, “el tano” y Don Elías tienen en común el rol de padre abandónico, en tanto colocan en primer término la venganza y los ajustes de cuentas, poniendo en riesgo el cuidado de sus familias. La disputa no es otra que la del territorio, y cada uno quiere defender el suyo. La necesidad de combatir los delitos revela, a su vez, la corrupción policial. Los códigos de convivencia que antes imperaban se han perdido y no queda otra salida que la justicia por mano propia, porque la ley ya no interviene sino es a fuerza de sobornos. La impronta fuertemente realista nos recuerda inmediatamente el realismo urbano que introdujo en el cine argentino Pizza, birra, faso (1997, Adrián Israel Caetano y Bruno Stagnaro), sólo que aquí se suma a las locaciones naturales y al empleo de gran cantidad de actores no profesionales el punto de vista de la clase media trabajadora. Es interesante la elección por parte de los directores de mostrar el contraste de cada historia mediante el recurso del montaje paralelo. De esa manera se alternan imágenes de la familia de Don Elías e imágenes de la otra “familia”, realzando el conflicto entre los bandos. Los movimientos bruscos de la cámara del lado de los “pungas” refuerzan a su vez la sensación de realismo y enfatizan el contraste, funcionando además como contrapunto frente a la estabilidad de la imagen del lado de los comerciantes. Al incursionar en el cine de género y más precisamente en el policial, la sólida estructura narrativa de Reus y la ejemplar dirección de actores, convierten al film en un valioso antecedente que seguramente abrirá nuevos caminos en la producción cinematográfica uruguaya.
El mal del tercer mundo La nueva película del alemán Ulrich Köhler, El mal del sueño, llega a las salas porteñas después de haber sido galardonada con el Oso de Plata al mejor director en el Festival de Berlín de 2011. Nos encontramos ante un film ambicioso y ambiguo que seguramente despertará discusiones. El relato, dividido a grandes rasgos en dos partes, comienza con la llegada de la hija y la esposa del doctor Ebbo Ventel (Pierre Bokma) a Camerún, donde este se encuentra desde hace unos años trabajando para erradicar la enfermedad del título. El dilema del protagonista en esta sección de la narración es si regresar a Alemania o no, atrapado entre su familia y la fascinación que el lugar despierta en él. A pesar de centrarse de forma casi exclusiva en este personaje, el espectador no logra identificarse con él. Por un lado parece ser un profesional ético, dado que logró contener la enfermedad y se rehúsa a seguir solicitando los subsidios innecesarios de los que se aprovechan los funcionarios corruptos del país. Por el otro, trata con obvia hostilidad a los habitantes, de quienes se burla y abusa verbalmente. Una elipsis temporal de tres años da comienzo a la segunda parte de la historia y presenta a Alex Nzila (interpretado por Jean-Christophe Folly), personaje que será el nuevo centro de la narración. Esta sección transporta al espectador a Europa, donde este médico francés de la Organización Mundial de la Salud se prepara para viajar a Camerún con el objetivo de evaluar los programas de ayuda económica. Una vez que llegue al país, se encontrará con la indiferencia y el rechazo de los nativos (por la amenaza de que pueda detener los subsidios y por ser de ascendencia africana), y con que Ebbo, el doctor a cargo, lo esquiva. La lectura inmediata del film pone en primer plano la situación de Africa respecto de las ayudas económicas que recibe del primer mundo, las cuales, por su mala distribución, antes que favorecer obstaculizan el desarrollo, privando “cualquier responsabilidad democrática”, como se escucha en un momento del film. Pero el relato también se ocupa de la transformación que experimenta el personaje principal, fascinado por un lugar del que no puede irse. Esta sensación es transmitida al espectador gracias a la espléndida fotografía, que realza la magnificencia de la naturaleza; en este sentido, son maravillosos los planos nocturnos obtenidos con muy poca iluminación. La ausencia de música y los pocos diálogos ponen en primer término el accionar de los personajes, cuya falta de justificación en algunos momentos (en especial en la primera parte), hacen que la narración se vuelva confusa y no se vislumbre de manera clara un conflicto central. El final abrupto con una imagen simbólica deja en manos del espectador la resolución del film.
Sinfonía de una calle Exhibida en la duodécima edición del BAFICI (2010), la ópera prima de Sebastián Martínez, Centro, nos presenta un fascinante despliegue visual y sonoro de los lugares y personajes circunscriptos, en su mayoría, a la intersección de las peatonales Florida y Lavalle. En un primer momento podemos pensar el documental como una sinfonía de ciudad, a la manera de las clásicas À propos de Nice (1930, Jean Vigo) y Berlín, sinfonía de una ciudad (1927, Walter Ruttmann), que recorre el centro y sus rincones -principalmente a través de planos cortos- brindando un abanico iconográfico típico del barrio. Desde el amanecer, cuando el silencio de la ciudad todavía permite escuchar los sonidos del puerto, hasta que empieza a avanzar la mañana con bocinas y el murmullo creciente de la calle, recorremos espacios vacíos que esperan ser ocupados: oficinas, una sastrería, una pileta de natación. Sin llegar a la individualización ni al seguimiento, los personajes no son otros que oficinistas, vendedores ambulantes, buscavidas, artistas callejeros y mendigos. Retratado prácticamente como un lugar separado del resto de la ciudad, el centro alberga todo tipo de actividades en todas las franjas horarias. El trabajo de oficina, deportes como la natación y el alpinismo, iglesias evangelistas, clases de baile y lugares de esparcimiento como tanguerías y cines dejan lugar en la noche, a las clases marginadas. A medida que avanza el film un tono nostálgico comienza a surgir. Para esto son cruciales los pocos diálogos que se pueden discriminar: una conversación en una peluquería sobre los famosos que alguna vez pasaron por allí y una charla de café en la que se enumeran los cines desaparecidos. A partir de imágenes de periódicos de la inauguración de la calle Florida en julio de 1971, que muestran la peatonal con macetones y flores, y los transeúntes elegantemente vestidos, la única entrevistada del film compara melancólicamente el antes y el después de la calle. Tras oír una publicidad de la tienda departamental Harrods, la cámara registra poéticamente el paso del tiempo, recorriendo el otrora centro comercial vacío y sus objetos abandonados, entre los que se halla un carrusel accionado exclusivamente para nuestra visión. Sin recurrir a una instancia narradora externa ni a música extradiegética, el director le otorga la voz a la gente mayor. De esta forma, las imágenes adquieren un tenor más emotivo que descriptivo y Centro termina siendo un homenaje a lo que fue y ya no es.