Pueblo chico, alegoría grande.
Entre la frase sentenciosa que reza un fragmento del Infierno de Dante Alighieri, Que olvide toda esperanza aquel que entra a este lugar y la postal de todo relato que comienza con el extranjero en tierra ajena, bajo el abrasador sol y la aridez del desierto sanjuanino, se desliza el desarrollo tentativo de una historia que en la superficie transita por los andariveles del drama iniciático, pero que en la profundidad adopta características fantásticas, las cuales funcionan sencillamente como parte de una alegoría un tanto obvia que busca hacer blanco en la memoria y el inconsciente colectivo de la sociedad argentina al establecer el paralelismo entre los huesos del pasado que se quiere enterrar y el terremoto de la conciencia que hace fuerza para que esa verdad emerja en el temblor de los tiempos.
Es así como El manto de hiel, del realizador Gustavo Corrado (El armario, Garúa) busca, bajo el pretexto de la ficción, trazar puentes comunicativos entre el pasado y un personaje (quien paradójicamente esconde su pasado), que se enfrentan en un territorio desconocido, habitado por extraños. Éstos pretenden conservar el orden y el status quo, además de mantener oculto un secreto que los hace cómplices a todos, con mayor o menor grado de responsabilidad, vinculados estrechamente con el pasado.
La experiencia de filmar en paisajes de la provincia de San Juan –el film contó con el apoyo absoluto de la gobernación y se rodó en locaciones como El Caucete, Marayes y el Dique Cuesta del Viento- y contar con actores oriundos del lugar, hace mella en las irregularidades evidentes que se ven plasmadas en pantalla. Por momentos se imponen los paisajes desde su poder visual y no como elementos funcionales a la trama y por otro, los exabruptos de ciertos personajes con parlamentos altisonantes aportan ruido al relato.
Si bien ciertas ideas consiguen su correspondencia en la puesta en escena, otras no logran su cometido como parte integral de un todo conceptual y ese defecto genera alguna disrupción en el desarrollo.
Al director Gustavo Corrado, quien también produce, escribe y en este caso se hizo cargo de la fotografía, le juega una mala pasada la necesidad de conservar la ambigüedad en la historia para poder ejecutar las alegorías sin que el artificio se revele de primera mano. Pero ese denodado esfuerzo –es valorable de todas maneras la intención- no le alcanza para ocultar las costuras de esa red de significados buscada desde el primer minuto cuando el extraño, interpretado por el actor William Prociuk, se queda varado con su auto en un inhóspito paraje surcado por una vía muerta y habitado por un grupo de extraños que miran con recelo su llegada.