Misterio impostado
Un hombre queda varado en un pueblo desértico donde enfrenta un enigma que se diluye entre rígidas actuaciones y predecibilidad.
“A vosotros que entráis, olvidad toda esperanza”, cita Dante Alighieri en La divina comedia. Con esa frase escrita comienza El manto de hiel y, justamente, esa esperanza es lo que parece ofrecer este filme de Gustavo Corrado, director de Garúa y El armario.
El anhelo de estar frente a un filme con un elaborado suspenso se construye durante los primeros minutos de rodaje. Primero, una mujer otea el horizonte, al borde de una montaña, de cara al ocaso. Luego, el protagonista, Julián (William Prociuk, un porteño trajeado) se queda sin nafta en medio del desierto sanjuanino y busca ayuda en una vieja casona.
La aridez del lugar va de la mano con los personajes que habitan la vivienda. Hombres maduros, peculiares, a tono con la estética ocre del ámbito. Sus penetrantes miradas parecen anticipar cada movimiento y palabra del muchacho. Algo saben y ocultan. Intimidan psicológicamente. Bien.
Pero el tono impostado, muy guionado del relato, dominará a propios y extraños en este filme de carácter entre teatral y ritualístico. Con el correr de los minutos todo se diluirá, licuará por un pseudo misterio devenido en repetición, donde se impondrá lo predecible.
Corrado pareció quedar preso de su obra, no supo resolver el enigma que le planteó un filme que podría haberse explotado desde las cualidades del protagonista (sin forzarlas ni sobreactuarlas por parte de Prociuk) y así evitar enfocarse en sus rivales de turno.
Los ancianos responden a un mundo paralelo, como si fuesen fantasmas de otro tiempo. Sobreviven gracias a la fabricación de polvos que funcionan como pigmentos para darle color a la pintura. Suena raro. Ellos encajan como objetos dentro de una escenografía hostil. Pero al momento de hablar, la sobreactuación y cierta rigidez les juega una mala pasada.
Julián está para el cachetazo femenino y el revoleo de objetos. También un maletín es foco de conflicto, pero luego, ello se desvanece. El filme navega entre besos y desolación. La sangre no escasea y la agonía certifica tanto el amor como el odio de El manto de hiel.
Subrayar cada una de las acciones y hacer obvias alusiones (caso cuando se desentierran los huesos en pos de aquel secreto que busca ser develado) ubica al espectador en un lugar, un tanto ingenuo. A esto hay que agregarle un desarrollo empastado, que se traba solito, con abuso de la cámara lenta. Es un recurrente viaje al pasado y presente, fantasía y realidad, que le quita fluidez al argumento.