Cine berreta
Contar la historia personal del mayordomo de la Casa Blanca durante seis administraciones, atravesando varias décadas de sucesos determinantes, para narrar la “evolución” de un país, golpeado y dividido por la segregación y el odio racial, puede generar expectativas e interés. Claro está, una buena premisa no hace una buena película por default, por eso es necesario entrar en el terreno del “cómo”. El “cómo” es el factor que marca la diferencia entre un director y otro que hace uso y abuso de la tilinguearía… y en este último casillero se encuentra Lee Daniels.
El berretismo de El Mayordomo tiene su lógica porque quiere impactar y aleccionar con argumentos de madera balsa, sin tacto, sin la pericia para narrar ni para construir climas dramáticos. En una palabra: busca avanzar a los tumbos. El tercer plano de la película -después de un par que nos presentan al protagonista- ya nos sitúa en la época del Sur profundo, allá por la década de 1920: dos hombres aparecen colgados en un tamaño corto y levemente contrapicado que remarca la dureza de semejante quiebre, por si hacía falta arrugar aún más la nariz al presenciar tal golpe bajo. Luego la cámara vuelve al pobre Cecil Gaines (Forest Whitaker), en versión anciano, sentado en la Casa Blanca a la espera de vaya a saber qué. Para no descuidar a un espectador desprevenido, Daniels insiste con la muerte gratuita y bien de frente: violan a la madre y matan al padre del niño Cecil. Irónicamente estos hechos representan el comienzo de su camino “triunfal” ya que a partir de ese momento desarrolla una carrera como sirviente al convertirse en un “house nigger” para la ama de casa de buen corazón, inmediatamente luego de perder a sus padres a mano del hombre blanco (el hijo de la señora), dueño del campo de algodón en el que todos trabajaban...