Testigo o partícipe
Entre la épica histórica y el melodrama familiar, “El mayordomo” plantea el rol que cualquier ser humano decide ocupar en su vida y la de su país.
Hay cierta épica histórica y melodrama familiar balanceándose en El mayordomo, la nueva película del iracundo Lee Daniels, el mismo de Preciosa y The Paperboy (nunca estrenada en la Argentina, editada en DVD como El chico del periódico: las cosas que le hacía hacer a Nicole Kidman no tenían nombre).
Cómo contar la Historia desde una historia personal es lo que se propuso Daniels. El papel protagónico se basa en un personaje de la vida real, Eugene Allen, que falleció en 2010. De niño, Cecil Gaines escapa de una plantación del Sur tiempo después de ver cómo un patrón blanco violaba a su madre y mataba a su padre. Trabajó como mayordomo en un hotel lujoso en Washington y después sirviendo a los presidentes en la Casa Blanca por tres décadas, de 1957 a 1986.
Pero Daniels apuesta por la doble vía: si es importante seguir los acontecimientos políticos y sociales en las presidencias de Eisenhower, Johnson, Kennedy, Nixon y Reagan, por caso, también lo es lo que pasa en el hogar de Cecil.
Y la casa de Cecil es un compendio de problemas, familiares pero también salpicados por la política, con un hijo que se enlista voluntario a Vietnam y otro, Louis, que se vuelve activista social e integrará las Panteras negras.
A todo esto, Cecil es como si no existiese. Sirve té en el Salón Oval mientras escucha cómo se cocina la política, pero allí es impasible, u ofrece masitas a los chicos que hacen el tour por la Casa Blanca.
La segregación social y racial son algo así como el eje del filme, que cuando baja las pretensiones se vuelve entre tierno y mucho más valorable. La comunidad afroamericana está dividida en cómo actuar ante las injusticias, y si el ala pacifista era enarbolada por Martin Luther King, la más contestataria lo fue por Malcolm X. Ya se sabe cómo terminaron.
Cecil -está en discusión si el personaje real sufrió lo que sufrió el de la ficción, y si tuvo o no un hijo activista- es una suerte de fantasma que tras advertir que no tiene voz, acepta ir al baño de los negros. Vive entre la pasividad y la sumisión. Louis (David Oyelowo) es más sanguíneo, preferiría morir si no le dejan elegir dónde sentarse en un restaurante.
Daniels gana cuando se lanza a la confrontación. En montaje paralelo, aunque parezca una obviedad, Cecil acerca las sillas a la mesa de los comensales blancos, mientras a kilómetros de allí otros blancos apalean a su hijo y otros activistas por haberse sentado en un restaurante en el lugar restringido para los blancos. Uno opta por la docilidad y ser mero testigo de lo que pasa, el otro participa, se arriesga. Se anima, pelea por lo que cree.
Así, podría creerse que el papel que magistralmente, con matices y sobriedad, compone Forest Whitaker es una ameba. Y no. Cecil les hace cambiar su punto de vista a otros mayordomos (dos muy buenos trabajos de Lenny Kravitz y Cuba Gooding Jr.). Y Oprah Winfrey es la frustración en persona, esa esposa ama de casa que trata de aunar las diferencias, aunque cansada del trabajo continuo de su esposo se sumerja en el alcohol y no sepa qué hacer con los coqueteos de alguien cercano (Terrence Howard).
En cuanto a los actores que interpretan a los presidentes, algunos con más capas de maquillaje, no deja de ser un ejercicio que aleja de la trama descubrir cuán parecido o no es Robin Williams a Eisenhower, James Marsden a Kennedy o lo bien que compone Jane Fonda a Nancy Reagan. John Cusack no se parece en nada a Nixon, pero el papel gana por sí solo.