Tan sólo una niña
“Soy una niña de 17 años. No sé muy bien qué es lo que puedo hacer”. Malala Yousafzai se sincera luego de encontrarse con un grupo de padres que sufre la desaparición de sus hijas, 200 niñas secuestradas por una agrupación islamita en Nigeria. Esa frase sintetiza notablemente lo que el interesante documental de Davis Guggenheim tiene para decir: lo maravilloso de una joven convertida en líder pacifista del mundo, pero también sus limitaciones al tratarse aún de una adolescente más allá de la notable y compleja experiencia de vida que le tocó atravesar. Es una definición honesta que marca las dudas y certezas de Malala, pero también las del propio film: ¿cómo abordar al personaje sin caer en la tentación de construir un retrato más grande que la propia vida?
Uno de los mayores aciertos de El me llamó Malala es desvirtuar las especulaciones y los prejuicios negativos que el espectador puede tener. Es decir, la utilización por parte de Hollywood de la película y del propio personaje como herramientas políticas para editorializar sobre el régimen talibán. Guggenheim se centra en el personaje, y así aminora la potencia de la bajada de línea: es la experiencia personal la que construye el relato, más que una mirada occidentalizada por parte del realizador norteamericano sobre la vida política en Paquistán. Y si bien hay unas animaciones que recrean de manera un tanto edulcorada la vida de Malala y su familia, es verdad que no terminan de lacerar el resto de la narración ya que hay una muy oportuna vinculación entre la oralidad y el trabajo visual: la textura es de cuento.
Malala Yousafzai es hija de un profesor reconocido por sus discursos con una fuerte impronta política. Desde muy joven, se notó motivada por la militancia sobre el rol de la mujer en su propia sociedad: la prohibición a las mujeres de ir a la escuela e instruirse es tan sólo una de las tantas aberraciones que pueden señalarse. Figura que alcanzó notoriedad, finalmente fue atacada por talibanes y baleada en la cabeza: tenía 15 años en ese momento. Fue operada, salvó su vida de milagro y terminó exiliada con su familia en Inglaterra, aunque como cuenta en el documental, Malala desea volver, regresar a su tierra. Ese es otro punto favorable del film de Guggenheim, cómo personajes que han vivido situaciones tan extremas, aún desean volver a su lugar origen más allá de las evidentes comodidades que tienen donde residen. Malala entiende que la pureza de los suyos es lo que importa.
Más allá de las bajadas de línea, algunas obvias, algunas necesarias, el documental de Guggenheim se potencia cuando se mete en el mundo interior de su personaje, cuando se da de manera más impactante la fricción entre esa adolescente con conflictos típicos de la edad con la militante universal ganadora del Premio Nobel de la Paz. Ahí lo que surge es, también, la potencia del vínculo entre la joven y su padre: un vínculo que en ocasiones nos lleva a preguntar sobre cuánto de autenticidad hay en la niña y su postura. Como dice el título, El me nombró Malala habla de Malala pero a partir de la relación con su papá. El hombre duda, ¿tal vez la presionó demasiado y fue culpable del atentado que sufrió la niña? Sin embargo, ella lo tiene claro: él le puso Malala, nombre heredado de una historia que cuenta sobre una niña asesinada por soldados tras alzar su voz, pero no la convirtió en Malala. Ella misma es la que eligió su propio camino. Porque para exigir la libertad, nada mejor que tener la capacidad de ejercerla con la mayor sabiduría y honestidad. Guggenheim hace ese recorte con mucha inteligencia.