El documentalista Davis Guggenheim alcanza el paroxismo del cine político sin política en un film cuyo personaje es objeto de un retrato convenientemente unidimensional.
Es temible la endeble protección comunicacional que tienen las causas justas: pueden banalizarse en segundos en una publicidad o en dos horas en una película. Cualquier ejemplo legítimo de resistencia frente a la brutalidad y la injusticia puede convertirse en consumo simbólico, desideologización de la crueldad y un poco de opio simbólico para desdeñar un análisis a fondo. En el caso de Él me nombró Malala faltará una pregunta incómoda pero necesaria: ¿por qué los talibanes arremeten contra la educación de las mujeres en Afganistán y Pakistán? ¿Cuál es la genealogía de estos grupos? Lo que defiende y promueve el film es incuestionable: ¿quién podría dudar de la legitimidad y el heroísmo de una joven todavía adolescente dedicada enteramente a luchar por el libre acceso de las mujeres al conocimiento?
La historia de Malala Yousafzai es fascinante. Bautizada simbólicamente con el nombre de una mítica guerrera afgana del siglo XIX , a los 11 años la niña empezó a publicar con otro nombre un reporte diario sobre la vida bajo la amenaza talibán en el Valle de Swat en un blog de la BBC. Destruir escuelas y desmantelarlas con explosivos se había vuelto una práctica asidua entre los exegetas delirantes del Corán. De ahí en adelante, Malala devino en una figura inspiracional para toda las mujeres de la región. Cuando el 9 de octubre de 2012 una bala atravesó su cabeza, se creyó que era el fin. Pero si obtuvo el Premio Nobel de la Paz en el 2014, está claro que sobrevivió. En efecto, ella y su padre jamás detienen su marcha: de aquí para allá participan en conferencias llevando un mensaje: “Un niño, un profesor, un libro y una pluma pueden cambiar al mundo. La educación es la única solución”
Como director, Davis Guggenheim (Una verdad incómoda) tiene la misma sensibilidad que un talibán. La sutileza y el análisis fino le fueron vedados: los ralentis para impactar, la animación ocasional para narrar (y distanciar y a su vez mitologizar el presente), la impericia para preguntar y otras operaciones estéticas dan como resultado un evangelio liberal de poco calibre: un individuo puede hacer la diferencia, los buenos prevalecerán siempre. Es también por eso que el talibán es concebido como un hongo venenoso surgido de la imperfección de la naturaleza humana. Cualquier gesto de contextualización y lectura política brilla por su ausencia.
Lo más triste es que Malala quede como una vocera de máximas irrefutables aunque imprecisas de un sentido común bastante inofensivo, retratada casi como si fuera una rockstar de la solidaridad del siglo XXI. Su precoz impaciencia frente a la injusticia ameritaba una película más rigurosa.