Un asesino ejemplar
Nunca se sabe si una película de acción mejora o empeora cuando se le añaden condimentos humanos a la salsa elemental de tiros, peleas, persecuciones y explosiones. Lo seguro es que se vuelve más lenta. En este caso, es una lentitud relativa, hecha de aceleraciones y desaceleraciones bruscas, como un auto de carrera manejado por un principiante.
Ese es uno de los costos marginales de la pretenciosa profundidad que intenta alcanzar El mecánico. Otro es una falta de sentido del humor inexplicable en un producto encabezado por Jason Statham. El calvo actor inglés vuelve a encarnar a un especialista en el arte de matar, pero esta vez sin la afectada autoparodia que se ha convertido en su sello. Arthur Bishop es un asesino a sueldo al que le dicen “el Mecánico” por la extrema precisión con que elimina a sus víctimas.
Tras una magnífica escena inicial en la pileta climatizada de un narcotraficante colombiano, empiezan a sucederse situaciones que desvían la acción hacia zonas de alto riesgo. Algunos ejemplos. Uno: el protagonista piensa en voz alta y sus pensamientos parecen el extracto del manual del asesino perfecto. Dos: en el puerto de Nueva Orleans donde vive alejado del mundanal ruido tiene un amigo negro del que recibe sabios consejos a cambio de una buena botella de whisky. Y tres (el colmo): la distante amabilidad con la que trata a la prostituta que sacia sus instintos de solitario empedernido.
La antología de dudoso gusto se completa con un veterano en silla de ruedas que hace de contacto con la organización que le paga los trabajos. El veterano (Donald Sutherland) cumple con una doble obviedad: es una especie de padre para el asesino y se siente decepcionado por su verdadero hijo (Ben Foster). Las cosas terminan de complicarse cuando Arthur recibe la orden de eliminar al viejo. El corazón de la película empieza a latir en el momento en que se hace cargo del hijo de su amigo y lo adopta como aprendiz y socio de sus misiones.
El contraste entre un actor de verdad (Foster) y un ex nadador olímpico (Statham) se agrava cuando la historia se reduce a ellos dos. Si bien el director tiene la delicadeza de separarlos en varias escenas, cada vez que se juntan la distancia entre ambos hace que uno se vea como un ser humano y otro como un títere sin emociones, dotado de una inteligencia que sólo figura en el guión y que nunca brilla en sus ojos.