Un “killer” para no tomar en serio
Ungido como el nuevo héroe de acción, el protagonista de El transportador recicla un viejo vehículo para lucimiento de Charles Bronson y, enfundado en la piel de un asesino a sueldo, encabeza un cuento lleno de sonido y de furia que no significa nada.
La popularidad del inglés Jason Statham sigue en alza. En una encuesta reciente de uno de los sitios especializados más visitados de la red (imdb.com), donde se consultaba a los lectores acerca de sus actores preferidos de cine de acción, el héroe de la saga El transportador salió cuarto, apenas detrás de Bruce Willis, Stallone y Clint Eastwood. Parece mucho, sobre todo después de ver El mecánico, pálida remake de la película del mismo nombre protagonizada por Charles Bronson allá por 1972, cuando todavía no se había convertido en El vengador anónimo. Es sintomático, en todo caso, que a los experimentados productores Robert Chartoff e Irwin Winkler se les haya ocurrido asociar a Statham con un viejo vehículo al servicio de Bronson: ambos siempre se han valido de su trabajado laconismo para no tener que exponer demasiado sus limitaciones dramáticas.
Pero son casos y épocas diferentes, sin duda. Allí donde Bronson –con su aspecto de jinete mongol recién bajado de las estepas– cultivaba una personalidad tan recia como distante, Statham en cambio se ha venido preocupando siempre por ofrecer un costado “cool”, herencia sin duda de sus épocas de modelo publicitario, que le valieron sus primeros personajes en cine. Es el caso de este nuevo “mecánico”, el eufemismo bajo el cual se esconde un sofisticado asesino profesional, especialista en “arreglar” de manera definitiva aquello que no tiene otro arreglo posible.
El killer Arthur Bishop vive recluido en una casa que parece salida de la imaginación de Le Corbusier si hubiera trabajado en los bayou de Louisiana. Detrás de sus generosos ventanales abiertos a la luz verdosa de los pantanos, esa guarida hi-tech reúne no sólo todos las armas y artilugios necesarios para su oficio sino también unos costosos productos vintage en los que Bishop invierte su tiempo libre: por caso, un Jaguar rojo modelo ’63 y un tocadiscos con amplificador a válvulas en el que escucha un único, repetido vinilo, con el delicado trío Opus 100 de Schubert, como si con esa música pudiera apaciguar a la fiera que lleva dentro.
El asunto es que cuando no anda jugando con sus chiches, Bishop cumple con sus contratos, de la manera más discreta posible. “Los mejores trabajos son aquellos que no se notan”, dice después de haber mandado al otro mundo a un jefe narco sin que nadie de su numerosa custodia se entere siquiera de que fue asesinado. Su empleador es un viejo zorro en silla de ruedas (Donald Sutherland), que sabe que Bishop es el mejor en lo suyo, a diferencia de su hijo (Ben Foster), a quien considera “una constante decepción”. Pero las vueltas de la vida –y de la muerte– harán que el hijo carnal y el putativo terminen trabajando juntos, inmersos en una telaraña de traiciones en la que ellos mismos se convierten en blancos móviles.
En contra de esa discreción y elegancia de la de que el film y su protagonista alardean en las primeras escenas, cada una de las siguientes se convierte en un festival del destrozo, como elefante en un bazar. Desde el killer rival (significativamente gay) que uno de ellos despacha trabajosamente en una sangrienta pelea cuerpo a cuerpo hasta el rompecoches y tiroteo final, pasando por el asesinato del líder de una secta religiosa que casi provoca el derrumbe de un hotel, todo en El mecánico parece –como decía el Bardo– un cuento lleno de sonido y de furia que no significa nada. El director Simon West filma todo con la estética de un corto publicitario y sus montajistas editan el material como si lo hicieran en una multi-procesadora, a ver quién corta más chiquito cada plano, como recomendaba Doña Petrona, a la manera Juliana. ¿Qué espectador entonces podría preocuparse por los problemas de conciencia y lealtad que acosan al “mecánico”? Ni siquiera él mismo parece tomárselos demasiado en serio.