Cara de piedra
De cómo reaccionar ante dos soldados encargados de anunciar la muerte en combate de un familiar. Sin disparar un solo tiro en todo su metraje, El mensajero golpea duro y consigue covertirse en una de las películas más descarnadas sobre la Guerra en Irak.
Niña mimada de los festivales desde el Oso de Plata al mejor guión en la última Berlinale, nominada a dos Oscars y ganadora de ocho premios durante la temporada 2009/10, El mensajeroes otro exponente de esa inmolación comercial que son las películas sobre el actual conflicto bélico en Irak. Revisionismo crítico en tiempo real, la primera ola se inició algunos años atrás con la excelente y olvidada La Conspiración(In the valley of Elah) y con el desquicio de Redacted, mientras Kathryn Bigelow abrió la segunda camada con su Vivir al límite, seguida bien de cerca por Paul Greengrass con la aquí directo a DVD Ciudad de las tormentas y un poco más atrás por El mensajero.
Tanto aquellas dos como estas tres tienen en común una narración centrada no tanto en el núcleo del conflicto armado como en sus márgenes -la locura, la desilusión, la miseria humana maximizada-, y funcionan también como anverso y reverso del sentido colateral de la guerra: el soldado de Matt Damon chocándose de frente contra la pantomima diplomática con forma de armas inexistentes, Tommy Lee Jones y su Hank cayendo a cuenta del patriotismo impostado que pregonan los gobernantes, la alineación de Jeremy Renner ante la inminencia de la muerte o la deshumanización absoluta de la cuadrilla de Brian De Palma son apenas eslabones de una larga cadena de irregularidades y negligencias, cuyo punto final está en las miles de muertes que aumentan a pasos agigantados desde marzo de 2003. Es justamente esa etapa la que aborda la ópera prima coescrita y dirigida por Oren Moverman.
Veterano de combate del ejército israelíy uno de los guionistas de la biografía de Bob Dylan I’m not there, Moverman cuenta la historia del Sargento Will Montgomery (Ben Foster), flamante incorporación a la unidad de mensajeros de las Fuerzas Armadas norteamericanas, cuya tarea es tanto o más dolorosa que la lucha armada. O quizás peor, porque si en aquella priman los tiros, la adrenalina, la latencia de la muerte corporizada en los susurros de las balas; aquí la acción se limita al anuncio de la pérdida de un hijo o un marido a los padres y esposas: puro sedimento para el alma, un largo encadenado de sin sabores que deben pasar por dentro ante la imposibilidad reglamentaria de un abrazo de consuelo. El Capitán Tony Stone, superior inmediato y compañero de viajes del novato, tiene aceitado el mecanismo y procede no con desdén ni desidia, pero sí con la pulcritud monocorde del oficio, como un parlante autómata que soporta estoico los escupitajos e insultos.
“Estacionamos el auto lejos para evitarles la tortura de ver a dos oficiales bajando”, le explica al discípulo un enorme Woody Harrelson. Resulta curioso verlo así, quieto, calmo, acorsetado en su propia fajina, a la vez tan lejos del histrionismo y desmesura gestual del Charlie Frost de 2012 y el Tallahassee de Tierra de Zombies pero tan cerca en su grado de locura. Porque Tony Stone es un león domado por la burocracia, tiene la locura apaciguada, como si el tiempo incrementará la aparente despersonalización de su trabajo. Es en esa faceta donde El mensajero adquiere peso propio. Donde imperaba la tentación de explicaciones y justificaciones, Moverman articula un tour de force emocional cuyo destino es tan concreto como dificultoso su arribo. El consuelo mutuo con una reciente viuda (Samantha Morton), la frialdad de las disculpas de quienes los reciben a escupitajos, la catarsis y la lenta pero simbiótica relación que se establece entre ambos serán apenas paliativos para una herida incurable.