Y un día Eugenio se fue
El misterio de la felicidad (Daniel Burman, 2014) muestra el cimbronazo que genera la desaparición voluntaria de Eugenio, socio de Santiago (Guillermo Francella) y esposo de Laura (Inés Estévez). Se trata de una comedia con un trasfondo existencial que consigue arrancar sonrisas sin abandonar su universo melancólico.
Ellos comienzan la mañana de igual forma. Desayunan de igual forma. Saludan a los empleados de la casa de electrodomésticos que tienen de igual forma. Caminan de igual forma, como si fueran figura y espejo. Hasta se diría que sienten lo mismo; pero no. Debajo de Eugenio (gran labor de Fabián Arenillas) laten pulsiones mucho más poderosas que lo alejan de su universo cotidiano. Aquel que es en apariencias “funcional”, ese que comparte con su socio y amigo, y también el marital. Y por eso desaparece.
El cine de Burman siempre se interesó por la dialéctica entre distintas generaciones. En films como El abrazo partido (2003) o El nido vacío (2008), el prolífico cineasta trabajó sobre el vínculo entre padres e hijos, siempre desde una narrativa clásica. Aquí, en cambio, no hay descendencia. Pero sí hay una pátina generacional, una mirada sobre los adultos que pasaron holgadamente los cuarenta años y que ya pueden contar frustraciones y deseos incumplidos. O, mejor aún, comenzar a descubrirlos. En ese sentido, la relación que se teje entre Santiago y Laura es interesante; son casi desconocidos que lo que saben el uno del otro está dado por la información que recibieron del ausente. Pero los dos están desencantados con la vida. Mientras que en ella impera la negación (señalada en parte con el consumo de pastillas de diverso color), en él hay una carga casi invisible; el conformismo que se revela como un absurdo cuando su cotidiano cae a pedazos. Casi como un clown que perdió a su compañero de números, Santiago se encuentra con un vacío y, frente a él, una nueva incógnita: ¿cómo se enfrentará al cambio?
Pensada de forma superficial, El misterio de la felicidad parece una propuesta unidimensional. Pero detrás de sus diálogos (bastante ingeniosos, algunos en la línea de Woody Allen) y su puesta en escena transparente hay capas de sentido a las que las aúna ese sepia que tiñe toda su fotografía, y que estalla en una secuencia final de resonancias épicas. Y si de épica se trata, lo que hay antes de ese the end es su vacío: no hay heroicidad en lo cotidiano, no hay materia trascendente en la reiteración, apenas hay sueños incumplidos. Y Burman alterna ese presente aletargado con otro absurdo: la investigación, a menos de un investigador retirado, un amante del buen comer interpretado con gracia por Alejandro Awada al que llegan los dos “abandonados”. A esa trama le corresponde encauzar la diplomática amistad entre ellos, con sus inevitables conflictos (Laura ocupa el lugar de su marido y se empecina con la idea de vender la empresa, algo que Santiago rehúsa hacer).
Todo el relato ofrece una mirada sobre Santiago y Laura superficial al comienzo, para ir revelando sus personalidades en pequeños gestos o actitudes. Esta amarga comedia irradia simpatía y no carcajadas; a medida que conocemos el destino de Eugenio (“el misterio de la felicidad”) somos testigos del revivir de la nueva pareja.
Burman entrega su película más modesta en términos formales, pero la más impresionista, la más introspectiva. Y en ella se destacan Francella y Estévez, en clave cómica y melancólica, como la película misma.