La premisa de El misterio de la felicidad es interesante, no muy explorada: dos amigos de toda la vida, mimetizados al grado del absurdo, comparten desde el mismo negocio de electrodomésticos que regentean juntos hasta los rasgos más mínimos, como las sonrisas o la manera de bajar por las escaleras. Un día uno desaparece repentinamente, dejando al otro confuso, sorprendido, como si hubiera perdido parte de su personalidad.
El que se va es Eugenio (Fabián Arenillas), el que se queda es Santiago (Guillermo Francella), quien verá cómo de a poco Laura (Inés Estévez), la mujer de Eugenio, comienza a ocupar el lugar vacío. Ella pasa a tomar decisiones en la empresa y a compartir salidas con Santiago a la vez que los dos buscan al ausente que los ha unido.
Pero no hay dilema moral (a pesar de que el afiche de la cinta reza “¿Te enamorarías de la mujer de tu amigo”?), tampoco nada intenso entre ellos dos (¿lo suyo es amor platónico, deseo, amistad?). La película de Daniel Burman es ligera, casi volátil, y esa condición de su clima y narración se hace visible en una luz blanca que avanza en las escenas más idílicas, un subrayado que se une a una constante música de jazz ambiental.
Es como si la felicidad (entendida como empatía, sangre, vitalidad cinematográfica) hubiera desaparecido, dejando sólo el misterio: todo lo que el filme muestra es ubicuo, desde el negocio de electrodomésticos, que parece salido de una sitcom a pesar de su fachada callejera, pasando por los personajes (Eugenio no pesa como figura ausente a pesar de que es nombrado todo el tiempo, el detective armenio que hace Alejandro Awada sólo vale por su singularidad), hasta el Brasil del final, una playa que no parece real.
Los aspectos más valiosos del cine de Burman (retrato sociológico de la clase media porteña, dramas familiares, humor melancólico) están presentes como una huella acuosa, desdibujada. Es en el trabajo de Francella donde el filme encuentra lo más parecido a un tono, un Francella que trabaja con perfección cada gesto, cada mirada, y que compone con maestría la tristeza de Santiago, aunque los textos no lo acompañen.
Su dupla con Estévez es también de a ratos encantadora, o al menos inusual, pintoresca. La invasión de su femineidad loca y parlanchina en un reducto de hombres y la manera en que Santiago cambia la irritación que siente por ella por una atracción inevitable es un acierto; no tanto así la fábula sobre el sueño escapista de clase media que en sí misma parece un sueño, una neblina que dejó en el camino hogar e identidad.