El comienzo de una relación forzada
El cineasta plantea una historia que podría ser como las de las comedias románticas de Tom Hanks y Meg Ryan si los personajes no estuvieran atrapados en sus obsesiones y la felicidad les llegara como un misterio que no es tal.
Con una regularidad poco frecuente en directores argentinos, Daniel Burman vuelve a los cines con El misterio de la felicidad, película que también significa regresos de distintos órdenes para sus dos protagonistas, Guillermo Francella e Inés Estévez. Lo de él es casi un trámite: se trata de volver al cine intentando refrendar el enorme éxito comercial que representó Corazón de León, donde el actor se lucía como cabeza de un elenco que estaba muy por encima de los méritos estéticos de la película. Para ella, en cambio, significa el regreso a su oficio de actriz, luego de anunciar que lo abandonaba hace casi diez años. Y lo de Burman es la vuelta de un “hasta luego” de apenas un año, tras su película anterior, La suerte en tus manos, protagonizada por Jorge Drexler y Valeria Bertuccelli.
Dentro de su carrera, la película representa un nuevo paso de Burman en su evidente deseo de anotarse en la lista de directores comerciales del cine argentino, una búsqueda que es posible detectar desde el inicio de su carrera. En ese sentido, y sin lugar para dudas, El misterio de la felicidad puede ser calificado como su trabajo más comercial. Esta afirmación se apoya no sólo en el tipo de historia que Burman decide contar, sino también en la mencionada presencia de un actor como Francella, de perfil decididamente popular, para hacerse cargo del rol protagónico.
El argumento es sencillo: Santiago (Francella) tiene un presente soñado al frente de la casa de electrodomésticos que maneja con Eugenio, su socio y único amigo (de toda la vida). La secuencia inicial los muestra casi como mellizos, manejando autos iguales, vistiendo los mismos trajes, compartiendo oficinas siamesas, jugando al paddle en pareja o almorzando todas las semanas en el hipódromo, donde también se juegan unos pesos siempre al caballo ganador. Y aunque ambos parecen felices llevando la misma vida, las diferencias son evidentes. No sólo porque Santiago es soltero y Eugenio está casado con Laura (Estévez), sino que además este último parece añorar un destino diferente, inconfesado e inconfesable.
Si se la piensa desde lo narrativo, bien podría tratarse de una comedia romántica estadounidense con Tom Hanks y Meg Ryan: el clásico encuentro de opuestos que inevitablemente se atraen. Y así es, podría serlo... si no fuera por los detalles. Porque si se la piensa desde los detalles, El misterio de la felicidad posee los elementos que suelen estructurar los relatos anteriores del director. Un protagonista obsesivo, dedicado al comercio, con cierta inclinación al juego y una gran dificultad para reconocer sus sentimientos, y un rol femenino que parece construido para potenciar el desarrollo de ese protagonista. Aun así, es probable que el papel de Inés Estévez represente el personaje femenino más fuerte de la filmografía de Burman. Aunque también puede decirse que se hace fuerte sólo porque viene a llenar el hueco que deja un personaje masculino al desaparecer. Porque Eugenio un día desaparece sin aviso ni razón aparente y su ausencia obliga a que su socio y su mujer deban comenzar una relación forzada, intentando saber los porqué de esa desaparición.
Lo mejor de El misterio de la felicidad tiene que ver con la astucia de Burman para jugar a fondo y con humor los detalles homoeróticos de la historia, regalando un puñado de escenas antológicas. Además consigue que algunos contrapuntos entre Francella y Estévez rocen lo brillante. El trabajo de los actores también es un punto alto: él demuestra que en el proyecto indicado puede sumar mucho al cine argentino y ella vuelve a actuar como si nunca se hubiera ido. Ambos son apoyados por un elenco eficaz. Pero a pesar de los aciertos, el arco dramático que trazan los protagonistas no termina de ser verosímil. Tal vez porque resulta difícil de creer que ambos, atrapados en sus obsesiones (y por qué no compulsiones), puedan al fin reconocer y elegir tan libremente una felicidad que parece llegarles como un misterio que no es tal.