Sobre dudas y certezas
El slogan que aparece en el afiche de El misterio de la felicidad, la nueva película de Daniel Burman, es el siguiente: “¿Te enamorarías de la mujer de tu amigo?”. Hay en esa frase unas cuentas mentiras y alguna que otra verdad. Desde hace mucho tiempo que se viene aplicando estas estrategias de marketing donde se quiere presentar a un film como algo distinto de lo que realmente es. Dos ejemplos: en el 2006, Viviendo con mi ex, con Vince Vaughn y Jennifer Aniston, era vendida como una comedia romántica de rematrimonio, cuando era en verdad un drama (con algunos tintes de comedia) sobre el proceso de separación de una pareja; y el año pasado, el trailer de La reconstrucción, la más reciente colaboración entre Diego Peretti y el director Juan Taratuto, apuntaba a crear la ilusión de una comedia dramática, que seguía en buena medida la línea de lo anteriormente hecho por el realizador de Un novio para mi mujer, cuando estábamos en verdad ante un drama hecho y derecho. Si esto lo aplicáramos a anteriores obras de Burman y Guillermo Francella, es como si se pensara a Derecho de familia como un film sobre la historia de amor entre Daniel Hendler y Julieta Díaz, o a Corazón de León como una historia de superación de un enano que consigue imponerse a sus condiciones y trascender en la sociedad. Esto es en buena medida culpa de los productores y/o distribuidoras, que tratan de vender sus productos de forma bastante engañosa, sin hacerse cargo de lo que realizaron, pero a veces también de los directores/guionistas, que en muchos aspectos no terminan de definir un rumbo específico para sus películas. Algo de esto último sucede en El misterio de la felicidad.
Debo aclarar que no soy un gran fanático del cine de Burman, aunque tampoco me desagrada. Disiento (y mucho) con algunas críticas que se le hace respecto a que siempre hace películas situadas en el universo burgués argentino. Creo que es totalmente lógico y hasta honesto de parte del cineasta que filme lo que filma, porque es evidente que es lo que conoce y de lo que sabe. Pedirle a Burman que cuente otra cosa es pedirle peras al olmo y en eso hasta me siento identificado: integrante de la clase media porteña como soy, jamás de los jamases me atrevería a escribir o filmar un relato enmarcado en, por ejemplo, el conurbano bonaerense, realidad de la que apenas sí tengo un conocimiento muy pero muy lejano, alejado absolutamente de mi cotidianeidad. Pero claro, el razonamiento que enmarca a estas críticas es simple (por no decir simplista): “le dan voz a la clase media, pero nunca a los pobres”. Habría que avisarle a esa gente -integrantes de la clase media como son- que hay que estar muy cerca y es un proceso en extremo dificultoso darle voz a los “pobres” (a los que ya les restamos identidad llamándolos de esa manera), y que en ese lugar al que ven como centro de lo maligno llamado Hollywood también supieron aplicar el mismo camino que ellos proponen. Y los resultados se han visto en horrores cinematográficos como Babel.
Mi problema con Burman pasa por la forma en que realiza sus planteos, remarcando muchas veces a través de los diálogos lo que ya está dicho a través de la imagen, abusando de su innegable capacidad formal y forzando situaciones hasta el límite de lo verosímil. Sin embargo, le puedo reconocer su capacidad para interpelar a un público masivo sin resignar cierta complejidad en sus historias, cimentadas a partir de un innegable cariño por sus personajes, a los que nunca juzga y sigue bien de cerca en sus caminos. En el cine de Burman hay mucho aprendizaje, mucha “lección de vida”, pero en sus mejores momentos elude el didactismo y hay un crecimiento real, sustancioso y palpable en los protagonistas. A la vez, hay una exploración de diversos ámbitos laborales donde el realizador exhibe una notoria destreza para otorgarle a lo rutinario un plus estético.
Todos los defectos del cine de Burman (y hasta algunos más) están en los minutos iniciales de El misterio de la felicidad, que deben estar entre lo peor de su carrera. Allí son llamativas las dificultades del realizador para desarrollar un conflicto y la forma en que abusa de la repetición de imágenes y secuencias para explicar algo muy básico y elemental, que en otros tiempos le hubiera costado muy poco: que Santiago (Francella) y Eugenio (Fabián Arenillas) son amigos de toda la vida, socios de fierro en un negocio de electrodomésticos, se conocen y complementan perfectamente, hacen todo juntos, aunque hay algo en su vida cotidiana que le hace ruido al segundo de ellos. Recién cuando Eugenio desaparece de un día para otro, desestabilizando por completo la estructurada rutina -repleta de pequeños ritos- de Santiago, es cuando la película parece arrancar, aunque a los tropezones, dubitativamente. En el medio, Santiago tendrá que lidiar con Laura (Inés Estévez), la mujer de Eugenio, quien está convencida -y demasiado tranquila y/o resignada- de que su marido no va a retornar, y en consecuencia comienza a intervenir en el negocio, para el que encima se presentó una oferta para comprarlo. Mientras tanto, comienza la búsqueda de Eugenio -cuyo pasado y presente se irá revelando como no precisamente lineal y simple-, lo que también representará una oportunidad para Santiago y Laura de conocerse como nunca lo habían hecho.
El film abre toda una serie de puntas -la desaparición y los grises en la vida de Eugenio, el negocio en crisis, la convivencia obligada de Santiago y Laura que deviene en potencial romance- pero con ninguna acelera a fondo, y de ahí que jamás se lo pueda ver como una comedia romántica sobre dos personajes que al principio sólo se pelean y finalmente encuentran la forma de complementarse. En realidad lo que le interesa a Burman es algo que aparece recién en el último tercio del relato: el proceso (impuesto por las circunstancias) por el cual Santiago tiene que aceptar que la desaparición de su amigo se debió a una profunda insatisfacción y frustración que él en parte comparte debido a la imposibilidad (o negación) de cumplir sus verdaderos sueños. En El misterio de la felicidad el único protagonista es en verdad Santiago, quien comienza a contemplar cómo y por qué llegó a donde llegó; qué camino recorrió; cómo ha pensado y sentido el amor y la amistad; y qué debe hacer frente a la pérdida de una persona importantísima en su vida, que hasta en parte lo define. Y no está mal que eso sea así, aunque el film para eso paga costos muy altos: por ejemplo, el personaje de Laura recién adquiere entidad y pensamiento propio en la última media hora, luego de ser apenas una figura que deambula por la pantalla. Es efectivamente en los minutos finales donde la película crece junto con sus personajes, indagando en las dinámicas de la mentalidad masculina, aunque tampoco llega a consolidarse de la manera esperada para el planteo inicial.
Es tentador explorar la filmografía de Burman en términos de edad, pero lo que correspondería más bien es hacerlo en base a la posición que tienen los personajes, dónde se encuentran parados, en qué momentos se encuentran en sus vidas. En Esperando al Mesías, El abrazo partido y Derecho de familia están mirando primariamente para adelante, mientras se preguntan cuál es la herencia que les han dejado; mientras que en sus últimas obras del realizador -El nido vacío, Dos hermanos, La suerte en tus manos, ahora El misterio de la felicidad- están mirando hacia atrás, preguntándose qué le están dejando a los que quieren y en base a eso cuál es el siguiente paso. Da la impresión de que en el primer conjunto de films imperan las dudas, la incertidumbre, mientras que en el otro, por el contrario, se imponen las certezas. Y en base a eso, viendo los resultados que obtiene últimamente el cineasta, pareciera que es mucho más apasionante pensar y analizar lo que puede (no) llegar a ser, que lo que ya (no) fue. Diablos, un psicólogo por acá, pero no sólo para Burman: también para mí.