La nueva película de suspenso del director de «Baby Driver» se centra en una joven diseñadora de modas que se transporta a los ’60 y es testigo de extrañas situaciones que pueden o no ser reales. Con Thomasin McKenzie, Anya Taylor-Joy, Terence Stamp, Matt Smith y Diana Rigg.
La nostalgia suele ser tramposa. Con el correr del tiempo, el pasado queda fijado en ciertos significantes –modas, objetos, películas, canciones, fotografías– que nunca reflejan la complejidad de la época que evocan. No fui testigo de los ’60 pero sí de los ’80, una época que vive hace tiempo una similar recuperación retro, y todos los que la atravesamos sabemos que fue mucho más complicada que una película de John Hughes, un disco de Madonna o alguna olvidada moda de corta vida. Y Edgar Wright –que tampoco fue testigo directo de los Swinging Sixties londinenses– pero los estudió al dedillo, asegura que su película EL MISTERIO DE SOHO tenía como uno de sus objetivos desmontar parte de esa imagen pop, efervescente y encantadora para mostrar el lado oscuro de esa época en una ciudad que tiene historias más densas para contar.
Los complicados desafíos de LAST NIGHT IN SOHO pasan por los problemas con los que se enfrenta el director de SCOTT PILGRIM… a la hora de poder, a la vez, celebrar el estilo de una época y demolerlo para presentarlo como falso, como pura cáscara de una realidad mucho más perturbadora, violenta, sexista y cruel. No, claro que su película no es un documental y ni siquiera intenta ser realista –es, en su curiosa y estilizada manera, una de terror–, pero el eje que lleva adelante la historia tiene que ver con esa doble mirada a esos años ’60, una que los muestra en todo su colorido esplendor pero a la vez los intenta demoler desde sus raíces. Y el experimento funciona, de a ratos, pero de a poco empieza a perder el rumbo, como si el propio Wright no supiera bien cómo salir del enredo en el que se metió.
Siendo un director que, como su amigo Quentin Tarantino, operan desde la cinefilia y la cita, todo o casi todo lo que verán en EL MISTERIO DE SOHO está rodeado de algún paralelismo u homenaje. El más evidente y lógico es el musical (ver link a la banda sonora al final de la crítica), que es un maravilloso pastiche que apuesta más al pop adulto de la época que al naciente rock británico representado aquí fundamentalmente por The Kinks y The Who. Canciones pop de la época interpretadas por Cilla Black, Petula Clark, Barry Ryan, Dusty Springfield o Sandy Shaw –muchas de ellas escritas por Burt Bacharach y Hal David– dan una mejor idea del estilo retro que busca Wright aquí.
Pero también está el homenaje cinéfilo, que es amplísimo. Por un lado, desde los roles fundamentales que tienen en el film leyendas del cine inglés como Terence Stamp y la recientemente fallecida Diana Rigg, todo un ícono de entonces gracias a su rol en la serie LOS VENGADORES. Y, por el otro lado, por las citas específicas. De hecho, el propio director hasta se dedicó a publicar una lista de películas (ver aquí) que lo influenciaron a la hora de hacer la suya y que, además, recomienda ver para los que quieran continuar explorando el cine británico de los ’60. De todos modos, esa no es la única referencia presente en el film, que también bebe del giallo italiano y de exponentes del cine de suspenso hollywoodense.
La trama arranca en el presente y su protagonista es la muy inocente y tímida Eloise (Thomasin McKenzie, brillante en SIN RASTRO), una chica de Cornwall, del «interior campesino» inglés, que quiere ser diseñadora de moda y está, además, obsesionada con los años ’60, tanto en lo musical como en lo que respecta al vestuario. Pero la chica jamás pisó Londres y cuando le llega la noticia de que fue aceptada en la prestigiosa Royal College of Fashion parte hacia allí ilusionada con que encontrará un lugar parecido al que existe en su imaginación. Tiene, sí, un par de advertencias. Está su abuela (la célebre veterana Rita Tushingham) que le dice, en plan «fijate que no te pongan nada raro en la bebida en el bar«, que tenga cuidado porque la ciudad tiene sus peligros y «puede ser demasiado». Y, a la vez, una historia familiar de enfermedades mentales que acabaron con la vida de su madre y que parecen circular también en la de ella.
Nada al llegar a Londres es como Eloise lo soñó. Los taxistas son acosadores, las nuevas compañeras son insoportables y crueles (especialmente con ella, toda modosita y reservada) y no se siente a gusto en el lugar. Para escapar de eso decide mudarse a un cuarto dentro de un caserón en el barrio de Fitzrovia que ahora está gentrificado pero que en los ’60 solía ser bastante denso. Y es en ese cuarto, durmiendo a la noche, que empieza a tener muy realistas sueños que la transportan directamente al Soho (el de Londres, no confundir con el de Manhattan) de 1965. Y en ellos se ve transformada –más bien, espejada, ya que no se convierte en el otro personaje sino que la observa siempre desde afuera, como si fuera testigo de una película pero a la vez parte de ella– en una tal Sandie (Anya Taylor-Joy), una bella, carismática y seductora chica que sueña con cantar en los clubes más famosos de la ciudad.
Pero de a poco, en sus muy creíbles viajes nocturnos (el pasado ocupa mucho más tiempo que el más opaco presente, que Wright muestra casi con desgano), Eloise empieza a darse cuenta que no todo es tan pop ni tan swinging en la vida de Sandie, en el mundo que la rodea y la gente con la que se mezcla, en especial su manager Jack (Matt Smith). Y que esos idealizados años ’60 esconden, entre otras cosas, un profundo «bolsón» de machismo, abusos y maltrato a las mujeres que no siempre fue recordado en las biografías de la época, al menos hasta estos últimos años de revisionismo. Y, de algún modo, esos hechos de los ’60 empiezan no solo a rebotar en la actualidad sino a transformar a la propia protagonista.
El problema de EL MISTERIO DE SOHO, algo que suele sucederle a menudo a Wright, es que es muy buena en lo que respecta a la construcción del mundo que habitan los personajes pero luego no logra salir de esa perfectamente decorada cáscara. Los personajes no tienen complejidad alguna (el trazo grueso de algunos roles secundarios es desesperante), salvo que se considere «complejidad» a una inesperada vuelta de tuerca. Y la constante necesidad del director de no perder jamás el ritmo (sus películas siempre se mueven a toda velocidad) le hace perder parte de la elegancia y la posibilidad de ir un poco más allá de la propia colección de posters y mementos de la época.
Demasiado nostálgica para ser crítica de esa misma nostalgia, demasiado consciente de sus gestos para ser verdaderamente aterradora cuando tiene que serlo, demasiado conformada como rompecabezas de otras películas como para funcionar por sí misma, EL MISTERIO DE SOHO no logra estar a la altura del encanto que tiene en su primera mitad, en la que tanto la reconstrucción de época como las canciones y el universo cinematográfico recreado pueden fascinar al espectador. Es que más allá de eso, de la potencia del personaje de Taylor-Joy, de la acaso excesiva inocencia (más del giallo que de otra cosa) del de McKenzie y de los muy bien utilizados Stamp y Rigg, lo que la película no logra es construir algo creíble –aún dentro de los amplios parámetros del género– con todo lo que presenta. Básicamente, no consigue que nos importe mucho qué es lo que sucede por detrás de los fuegos de artificio de la puesta en escena.
Habrán otras discusiones respecto a cómo la película maneja el tema de la violencia de género y de los abusos sexuales de los ’60 en función a los propios giros que tiene el guión, pero es un asunto en el que no conviene entrar porque llevaría a spoilers, algo que esta época no parece perdonar. Lo que sí dejará la película flotando en el aire es esa sensación que comentaba al principio, que la nostalgia puede ser tramposa y que un bonito vestido, un fabuloso peinado, una extraordinaria canción y un cocktail de la vieja escuela no reflejan toda la verdad de una época. Pero eso mismo lo dejó muy en claro, ya hace unos años y en un registro muy distinto, MAD MEN. La película de Wright, lamentablemente, podría resumirse en la «lección» de la abuela al comenzar el film o la de cualquier madre que despide a un adolescente que se va a vivir a una gran –y potencialmente peligrosa– ciudad.