Alguna vez, en el remoto pasado, Edgar Wright fue un hábil parodista. Después se convirtió en autor de culto (cool) e hizo “Baby, el aprendiz del crimen”, un film donde tomaba el género criminal-chorros-conductor de ladrones y lo convertía en un objeto pop mayúsculo. Divertidísimo. Intenso hacia el final, cuando lo trágico del melodrama negro se hacía presente. La misma operación realiza con “El misterio de Soho”, solo que con el drama sobrenatural con ribetes oníricos. Pero algo falla: la abundancia de estilo, de vueltas de tuerca sexys, de canciones para corear, del rostro de Taylor-Joy, parecen indicar que nada tiene que importarnos demasiado. El factor humano se disuelve en esa última media hora de truculencias varias. Es una pena, porque el material no es del todo malo y por momentos Wright parece preocuparse por lo que narra.