No tiene mucho en común, pero si vieron Baby Driver saben del gusto por la estilización y la cita del inglés Edgar Wright. Guionista, productor, director posmoderno, que juega aquí a los espejos con el cine negro, el suspenso hitchcockiano y el giallo italiano. Desde una propuesta de horror y diversión que se presenta con gran pirotecnia pero pronto deja ver sus cartuchos quemados.
La sofisticación de su envoltorio visual está al servicio de una historia en la que los tiempos se cruzan. Un thriller psicológico, si se quiere, en el que se cruzan las vidas de sus dos mujeres protagonistas. Una chica de pueblo que llega a Londres en busca de sus sueños y con la mochila pesada de una madre que se mató. Su aterrizaje en el campus es algo traumático, y termina en un departamento en Soho, con luz de neón por la ventana. El lugar donde vivió otra mujer, Sandie (Anya Taylor-Joy), cantante de los sesenta cuyos sueños terminaron en pesadillas.
Las intérpretes, Taylor-Joy y Thomasin McKenzie, se entregan con mucha gracia al juego del classic horror, en una especie de espiral vinculado a la posibilidad de hacer justicia con el pasado... de otra. Las idas y vueltas en el tiempo hacen juego con los coqueteos de género, y una banda musical (acaso demasiado) atractiva.