El Misterio de Soho: gran despliegue visual en un original thriller psicológico ambientado en el Swinging London.
La última película de Edgar Wright — Shaun of the Dead (2004), Scott Pilgrim vs. The World (2010), Baby Driver (2017) — es un grandioso palimpsesto de géneros narrativos. Y como todo palimpsesto, las huellas indelebles que se filtran a través de homenajes a iconos de la cultura pop y cinematográfica son enormes. De hecho, ya en filmes anteriores el director y guionista hibridaba la comedia romántica con el terror como en Shaun of the Dead o la comedia con la acción más desaforada como en Pilgrim.
¿A qué mezcla nos enfrentamos en esta nueva historia ambientada en los años ´60? A todo lo que uno pueda imaginarse. Si existe un período cultural en donde los límites de la creatividad, el color y la irreverencia no tenían techo y se fusionaron en un nuevo paradigma, fue el llamado Swinging London; una década que sentó y consolidó las bases de la cultura pop a nivel planetario en contraposición al monocromatismo de solo un par de décadas anteriores, cuando el mundo se despertaba aturdido de la Segunda Guerra Mundial. Por eso, esta nueva apuesta de Edgar Wright hace honor al exceso y al desborde creativo tan presente en el Soho de aquella época, pero también al que pululaba por Picadilly Circus, por los innumerables pubs del centro de Londres, por Carnaby Street y por la infinidad de School of Arts que proliferaron como hongos para algarabía de una generación ávida de nueva emociones. Una emoción que se desparramó como una mancha de aceite a toda la isla y desde allí al mundo entero.
Claro que todo cambio puede producir un agobio extremo, como le sugiere Peggy Turner, la abuela de Eloise, nuestra heroína, cuando decide cambiar la atmósfera bucólica de una vida campestre por la explosiva experiencia en los callejones del Soho londinense. Tiene dos motivos para hacerlo: estudiar en la London School Fashion para convertirse en una afamada diseñadora de moda, y para escapar de las visiones fantasmales de su madre que se suicidó cuando ella solo contaba con siete años de edad. Por eso la advertencia de su abuela. Si adentrarse en ese mundo tan radical puede resultar un gran desafío por su manera de ser — más acorde con los preceptos conservadores de los ´50 — su capacidad de ver fantasmas y espíritus puede proporcionarle una dosis extra de sensaciones extremas.
Y allí va la frágil Eloise, con su atuendo confeccionado por ella misma, con su aire inocente e ingenuo en un claro homenaje a la Alicia de “A Través del Espejo”, de Lewis Carrol, a “La Cenicienta”, con sus malvadas hermanastras que aparecerán como las futuras compañeras de estudio y, por qué no, también a la desvalida “Carrie”, de Stephen King, que parece salir de los escenarios de la película de Brian de Palma y aterrizar en la habitación — sangre y vestido vaporoso mediante — de un hotel sórdido y lleno de fantasmas. Palimpsesto en estado puro.
Si bien Eloise deja atrás al fantasma de su madre, en el Soho hace contacto con otro mucho más inquietante: la rubia y sugestiva Sandy, un claro homenaje a la cantante Sandy Shaw que está presente con su tema más conocido: “Puppet On a String”. A partir de este momento, en un increíble juego de espejos — mérito absoluto de un trabajo de montaje y edición impecables — , su vida se desdoblará y vivirá una serie de eventos que pondrán a prueba su salud mental. De día será la tímida y afanosa Eloise en tiempo presente; de noche, la sugerente y voluptuosa Sandy en los tiempos de la psicodelia. Un personaje — imaginario o no — que la involucra de lleno en su vida pasada, esto es, en su ascenso como cantante, en la relación con su representante que, luego de vanas promesas la explota artística y sexualmente, con su agobio — el mismo que siente Eloise al verla, dentro de sus visiones cuasi oníricas — y cómo se va desintegrando como persona en el lado más oscuro y siniestro de una década percibida con el brillo de las luces de neón y la felicidad como factor omnipresente.
A partir de la mitad de la película, Edgar Wright nos conducirá como si estuviésemos a bordo de un Ford Thunderbird — auto icono del James Bond de 1965, el de Thunderball, cuya marquesina aparece en varias secuencias de la película, junto al póster de Desayuno en Tiffany´s — a toda velocidad y sin frenos hacia un final a toda orquesta.
Eloise se convierte en Sandy; Sandy revive su vida a través de Eloise, y tras varias vueltas de tuerca que se desatan furiosamente en los últimos 15 minutos, un despliegue visual con los colores chillones del giallo italiano, la violencia del slasher de los ´70 y el terror psicológico de un Roman Polanski y su obra más estudiada como Repulsión (1965) — el detalle de brazos y manos que salen de las paredes es fundamental — , nos abruma y nos desubica en tiempo y espacio. A algunos les parecerá excesivo; a otros les parecerá maravilloso.
Para que todo este desborde de imaginería visual funcione tiene que haber intérpretes que lo puedan llevar a cabo. Thomasin McKenzie como Eloise es una de ellas. Una actriz que con solo 21 años posee una capacidad y un talento que desborda empatía con solo un par de gestos que realice a cámara. Del otro lado, la inigualable Anya Taylor-Joy — más argentina que el dulce de leche, de hecho hizo la secundaria en el Northlands School, de Olivos, en Buenos Aires — que posee ese aire entre enigmático y provocativo que utilizó muy bien en su opera prima — La Bruja, de Robert Eggers (2015) — y en la premiada miniserie Gambito de Dama, de Scott Frank. Aquí no solo actúa sino que baila y canta en aquellas escenas en que el film se transforma en un colorido musical. Por esas cosas del destino, ambas trabajaron en películas de otro maestro del suspenso psicológico: Night Shyamalan. McKenzie en Viejos (2021) y Taylor-Joy en Fragmentado (2016) y Glass (2019).
Por otro lado, y para completar un trío de actrices inigualables, tenemos al símbolo por excelencia de esa época tan maravillosa: la increíble Diana Rigg — una de las actrices que acompañó a Patrick Macnee en Los Vengadores, miniserie televisiva de los años ´60, bajo el nombre ficticio de Emma Peel — que tiene un papel clave en el desarrollo de la trama.
Para resumir, algo difícil de llevar a la práctica luego de tanta información y metalenguaje, Misterio en el Soho — título sugerido al director por Quentin Tarantino, otro de los insaciables depredadores de géneros y estilos — es una experiencia para los cinéfilos de los años dorados de la cultura pop, algo parecido a lo que hizo Steven Spielberg con Ready Player One con los ´80. Pero lejos de la inocencia y añoranza que nos brindó el Rey Midas de Hollywood, aquí nos encontramos con la misma inocencia y añoranza de los ´60 pero teñido con el rojo sangre que brota como el manantial de El Resplandor, de Stanley Kubrick o de cualquier film de Darío Argento o Mario Bava. En resumen. y ahora sí, un deleite para los sentidos.