En Thunderball / Operación Trueno, cuarta película de Sean Connery en la piel de James Bond, encontramos uno de los chascarrillos más icónicos del mito machirulo del “Agente al Servicio de su Majestad”. Ahí está 007, tanteando al malvado Emilio Largo. El intercambio dialéctico se produce en el contexto de una competencia de puntería. El héroe, extrañado tras efectuar el primer disparo, comenta: “Esta pistola parece estar hecha para una mujer”, a lo que el otro contesta, “Veo, Sr. Bond, que sabe usted de armas”. Pase de la muerte, Connery simplemente empuja el balón hasta la línea de gol: “No, pero sé un poco sobre mujeres”.
Y por supuesto, la audiencia corresponde con una carcajada. Porque el intercambio está cargado con ingenio… y porque no se tiene en cuenta al objeto del chiste, la mujer, convertida precisamente en esto, en un objeto; en arma arrojadiza empleada por los hombres. Pero no pasa nada. Como suele decirse, “era otra época”. Y sí, aquello eran los años '60. Solo que sí que pasa, porque en la nueva película del siempre estiloso Edgar Wright, nuestros tiempos conviven con esa ya-no-tan-lejana década. Presente y pasado bailan, se podría decir, al ritmo de Petula Clark Barry Ryan. Pero, evidentemente, la lista de reproducción es mucho más larga. Casi inabarcable.
El director y guionista británico, virtuoso de una narración cinematográfica entendida como aparato tan pegadizo como el estribillo de nuestra canción favorita, vuelve a desplegar sus ya conocidas virtudes de maestro del empaque. Las reglas del juego de El misterio de Soho quedan establecidas, como no podía ser de otra manera, con un plano secuencia que quita el hipo. Con una coreografía aparentemente imposible, en la que la cámara traza un travelling circular alrededor de Matt Smith, quien baila, por turnos que se suceden en cuestión de décimas de segundo, con las dos verdaderas protagonistas de esta función: Thomasin McKenzie y Anya Taylor-Joy.
La primera, de mirada y voz cándidas, deja atrás su pueblo natal y se dirige a la gran ciudad, a una Londres donde espera convertirse en una afamada diseñadora de moda. La época en la que transcurre la acción es la nuestra; un presente que, a ojos de la chica, no es tan glamoroso ni encantador como la época que ella tiene idealizada: esos míticos '60. Pero, por suerte, o por desgracia, está a punto de descubrir que en la metrópolis los deseos se cumplen… esto sí, a cambio de un precio a menudo inasumible. Intolerable. Estamos en el escenario donde mueren los sueños y nacen las pesadillas.
Atravesamos el espejo: Thomasin McKenzie adquiere ahora el carisma intimidador y arrollador de Anya Taylor-Joy. Edgar Wright se adentra en el país de las maravillas, y en el de los horrores. Allí donde el relato fantasioso y el cuento de terror son la perfecta pareja de baile. En la primera transformación, o sea, en el primer viaje en el tiempo, la joven modista se topa con un gigantesco cartel de Thunderball, esa película que de momento tiene su guasa… y que en el futuro ya no tanta. En esto consiste, precisamente, el modus operandi de El misterio de Soho, en captar y contagiarse de dos escenarios en el mismo lugar: una mega-urbe en dos puntos temporales distintos, al principio muy alejados; al final, peligrosamente pegados.
La diversión y fascinación de los primeros compases se descubre, al poco rato, como una falsa promesa; como ese viscoso pegamento con el que se atrapa, cual moscas, a las almas más inocentes. Edgar Wright flirtea entonces con mecanismos y golpes de efecto característicos del giallo y el horror gótico. Casas centenarias impregnadas con el olor de los crímenes del pasado, luces de colores que arrojan escalofriantes sombras sobre los rostros filmados, reflejos fantasmagóricos en permanente amenaza de ese jump-scare diseñado para provocar una parada cardíaca.
Aunque el mayor susto se lo reserva una revelación con la que no contábamos antes de entrar en la sala de cine: el autor de la desterniallente “trilogía Cornetto”, así como de otros brillantes vehículos de evasión, carga de contenido político su nueva película, la cual está además tomada desde una perspectiva femenina (otra novedad en su filmografía). El texto, escrito a cuatro manos junto a Krysty Wilson-Cairns, adopta gestos y actitudes de popes modernos del cine de género como Jordan Peele, al servirse de los espíritus invocados para arremeter contra los demonios de nuestra sociedad. Los de antes y los de ahora.
Estamos, pues, muy cerca de la reinterpretación que Leigh Whannell hizo de El hombre invisible. El terror pasa pues por el miedo a ser la única persona capaz de detectar un mal que los otros han decidido invisibilizar. A ser tildada de “loca” por ver “fantasmas” donde no los hay (cuando en realidad, y por desgracia, sí que están allí). A nivel visual, El misterio de Soho se apoya constantemente en juegos de espejos, en imágenes reflejadas por cristales siempre a punto de resquebrajarse. La dupla Wright & Wilson-Cairns nos habla sobre cómo el proyectarse en temas identitarios puede ser visto por los demás como un signo de debilidad.
Como esa brecha por la que alimentar deseos… y convertirlos en retorcidos instrumentos de control y sumisión. Así caen los ángeles; así es cómo -en plena era #MeToo- El misterio de Soho toma la osada decisión de querer indagar en la retórica de “víctimas y verdugos”, porque a lo mejor ahí también hay fisuras. Un gesto de inusitada valentía correspondido, para mayor placer, con una igualmente remarcable demostración de equilibrio. Entre tantas idas y venidas, Edgar Wright conquista el mérito de nunca perder el norte, pues siempre tiene claro cuáles son los auténticos monstruos de esta historia.