Cuando la naturaleza empequeñece al ser humano
Relato minimalista que va abriéndose a la leyenda, propone el difícil reencuentro entre un padre y un hijo, y el creciente enfrentamiento con una misteriosa "entidad".
Cuando Nicolás entra en la casa del monte donde está viviendo Rafael este último no lo reconoce y, como si se tratara de un intruso con intenciones ocultas, le apunta con una escopeta. Si bien es cierto que hace tiempo que no se ven, el sentido común indicaría que un padre nunca olvidaría el rostro de su propio hijo. La extraña situación refuerza la preocupación de Nicolás (Juan Barberini) por el presente y el futuro de Rafael (Gustavo Garzón): algo le está pasando a ese hombre que abandonó a su familia y una carrera como médico en la ciudad de Formosa para instalarse como un ermitaño en un lugar perdido, sin agua potable ni luz, autoexilio que bien podría indicar algún tipo desorden mental. Pero lo que ocurre en El monte, tercer largometraje del formoseño Sebastián Caulier luego de La inocencia de la araña y El corral, va mucho más allá de la pérdida de la cordura por razones naturales, y el elemento fantástico que puede adivinarse durante los primeros minutos de proyección, cuando un relato en off describe el rapto cometido por fuerzas de la naturaleza, comienza a ganar fuerza hasta envolver por completo la historia.
Es posible que el guion, escrito por el propio Caulier, haya sido reescrito en varias oportunidades. O quizás, por el contrario, el realizador tuvo en claro de entrada que la trama de El monte estaría atravesada por dos líneas narrativas entrelazadas: la del difícil reencuentro entre un padre y un hijo, que para el protagonista joven es a su vez un regreso a las zonas de la infancia, y el creciente enfrentamiento con una “entidad” con la cual no se puede discutir ni, mucho menos, competir. El as bajo la manga del film es Garzón, que ofrece una potente encarnación de un hombre que parece estar perdiéndose a sí mismo. Semi vestido con ropa cuya decencia caducó hace tiempo, hosco y agresivo, Rafael caza loritos para la cena y escupe odio y puteadas cuando su hijo se permite deslizar a posibilidad de un retorno a la civilización. Por las noches, mientras el calor y los mosquitos hacen la existencia casi imposible, el hombre sale a caminar y se detiene frente al comienzo del inmenso monte, como décadas atrás lo había hecho la joven de Yo caminé con un zombie.
La catatonia también acecha a Rafael durante el día: durante segundos que parecen horas, la mirada perdida en la arboleda y los oídos atentos a los gritos de los monos salvajes, deja de responder a los estímulos de la vigilia. Algo parece estar llamándolo desde el interior de la foresta; en palabras de los pueblerinos, “el monte se le está metiendo en la cabeza”. Como si se tratara de una suerte de folk horror litoraleño, Nicolás deberá quebrar los prejuicios para comprender que hay fuerzas que van más allá de su comprensión, apoyado por una vecina de la infancia (la formoseña Gabriela Pastor) que tiene una injerencia mucho mayor en la vida de Rafael de la que podría inferirse en un primer momento. Relato minimalista que va abriéndose a la leyenda, El monte funciona mejor cuando el misterio aún no ha revelado su rostro y un poco menos cuando todas las cartas están echadas sobre la mesa. Caulier utiliza la frondosa belleza de las locaciones como recordatorio de que la naturaleza es una fuerza poderosa que, cuando así lo desea, puede empequeñecer al ser humano y recuperar aquello que le pertenece.