“No se entra al monte si no se lo conoce”. La frase reverbera en voces infantiles que acompañan, desde un extraño más allá, la llegada de Nico (Juan Barberini) al monte formoseño. Desde hace un tiempo su padre vive en una casa modesta y solitaria, acompañado solo por la selva y los animales. Alertado por su madre respecto de la prolongada reclusión de Rafael (Gustavo Garzón) fuera de los confines de la civilización, sin agua ni electricidad, viviendo de la caza y de la pesca, Nico ensaya un intento de rescate, pero también de postergado rencuentro familiar, un puente con quien parece haberse convertido simplemente en un extraño.
Sebastián Caulier (La inocencia de la araña, El corral) explora las dos vertientes de los lazos que configuran lo humano: por un lado, aquellos que lo unen con su comunidad, que cimientan las familias, que unen a padres e hijos, nunca exentos de tensiones y desacuerdos. Por el otro, aquellos que unen al hombre con la naturaleza, en una convivencia también oscilante entre la explotación y la armonía. El enclave simbólico que une a ambos caminos -el hostil comportamiento de Rafael con Nico y su comunión evidente con el monte-, se viste de los juegos del fantástico, que en el cine consiguen imágenes de poderosa ambigüedad, sonidos de inquietante alquimia. Una selva rugiente, alaridos de los monos, ojos escondidos de un yaguareté. Para los racionales, el recorrido de la película es el de esas conflictivas relaciones filiales, en las que la naturaleza ha logrado una plenitud negada por la paternidad. Para los creyentes, es el monte el que llama, voraz desobediente frente a todo límite humano.
El equilibrio al que aspira Caulier es delicado, y le permite expandir su película en aquellas escenas en las que esa atmósfera enrarecida no necesita mayor explicación que el fascinante atractivo de lo desconocido. Para Nico, profesor de filosofía y habitante de la urbe, la selva se revela como un territorio tan inexplicable como el de las relaciones de su vida, tanto la que lo une a su padre como aquella que compartió con su novio y terminó sin despedidas. Caulier condensa esa experiencia desconcertante -en la que el pensamiento resulta impotente- en la travesía que debe afrontar Nico por la naturaleza luego de una discusión con Rafael, sin certezas ni coordenadas.
En cambio, los momentos menos logrados son aquellos en los que se aspira a un anclaje o una posible explicación: el contrapunto entre los altercados de padre e hijo y los llamados animales; la inclusión de viejas leyendas del monte como fórmulas esclarecedoras. El uso de esos recursos como clave posible para el espectador, que se acentúa hacia el final de la película en la búsqueda de una resolución, reduce el misterio hasta entonces construido, sostenido en la plástica de imágenes reales que asumían un sutil extrañamiento. El monte luce mejor en esas instancias en las que la incertidumbre está en los personajes pero no en la puesta en escena, firme sobre esos difusos contornos entre lo real y lo imaginario.