Es curioso que en casi todas las películas de Sebastián Caulier, animales dicen presente. O tal vez no sea tan curioso, porque él, como gran conocedor de la naturaleza, encuentra en ellos el recurso para vincular hombres y flora y fauna, deseos y animalidad, pasiones y dolores.
En esta oportunidad, y con un marco natural claustrofóbico, propone un viaje sensorial hacia un grupo de seres anestesiados por la vida que deben resolver una situación específica en la que no encuentran muchas explicaciones.
Nicolás (Juan Barberini) llega al pueblo en donde vivía y en el que su padre (Gustavo Garzón) está intentando hacer su vida sin explicar mucho de ella a sus conocidos.
El primer encuentro entre ambos marca el devenir del relato. El hombre ingresa a la casa y el padre lo apunta con una escopeta, no lo reconoce y siente que hay algo en la actitud invasora que debe resolver.
Aclarada la confusión El monte propone un viaje iniciático entre el que vuelve y el que se quedó, y en donde, a través de un hábil guion, se desnudan las estructuras y miserias de la vida en provincia, en donde la deconstrucción no ha llegado, y las viejas creencias sirven como mitos fundantes para los lugareños.
Juegos de seducción, mujeres deslumbradas por cuerpos que tal vez no llaman al pecado, pero que gracias a la inmensidad y magnetismo del monte, ese espacio enigmático y sombrío, se potencia un relato hipnótico, tan magníficamente deslumbrante como aquello que tiene a Rafael (Garzón) tan compenetrado en sus pensamientos.
Historia de encuentros, de desencuentros, de amor y desamor, de conocer y desconocer, de atmósferas, con una actuación, además, precisa, desmesurada, enorme, de Garzón, en tal vez, uno de los mejores roles de su carrera.