Una conflictiva relación victima-victimario planteada con sobriedad narrativa
El mundo del hampa tiene varias aristas, todas analizables y criticables. Una de esas modalidades es el robo callejero utilizando la moto como un instrumento indispensable para cometer este tipo de delito, y que, en ciertos casos, se convierte en un arma más.
Esta película filmada en Tucumán revisa la modalidad comentada, desde un punto de vista muy particular.
El director Agustín Toscano presenta su obra contando la intimidad de un hombre treintañero, Miguel (Sergio Prina), quien junto a su “socio”, el Colorado (Daniel Elías), recorren las calles de la capital tucumana en busca de alguna víctima desprevenida, como le pasó a Elena (Liliana Juárez), que, luego de retirar dinero de un cajero automático, es abordada por ellos, que al arrebatarle la cartera, para escapar, la tiran y la arrastran por la vereda dejándola herida e inconsciente.
Mientras al Colorado le resulta indiferente la suerte que corrió la señora, a Miguel le invade la intranquilidad y la preocupación por su salud.
Aquí yace la particularidad de la narración, con el punto de vista que afronta el realizador al contar el lado B de estos casos. Cuando quién comete un delito no está totalmente convencido de lo que hace y sobreviene luego el arrepentimiento.
El protagonista, que está separado porque su ex mujer lo echó de la casa, y duerme donde puede, tiene un hijo que ve un par de veces por semana, lo acompaña y atiende a su modo.
Siente la imperiosa necesidad de refrendar el error cometido y visita a Elena diariamente en el hospital donde está internada. Mientras lentamente se va recuperando físicamente, la perdida de la memoria le juega una mala pasada y la relación entre ellos se vuelve extraña, con diálogos que provocan risas por la grotesca situación que ambos atraviesan.
En este caso el victimario, se va convirtiendo poco a poco en víctima. Entre ellos se establece un juego donde cada uno obtiene un beneficio del otro, se necesitan mutuamente y no lo ocultan.
Miguel va a todos lados con su moto y a partir de esa referencia el realizador le imprime un ritmo veloz en exteriores, junto a una música incidental potente, en momentos claves, que se emparenta a una marcha. Cuando las escenas suceden en interiores, la lentitud se apodera de ellas, más acordes a un pueblo. Tanto afuera, como adentro, las secuencias son escuetas y precisas. Agustín Toscano no necesita explayarse demasiado porque tiene en claro de que manera quiere contar la historia, no como un policial sino desde los sentimientos de un hombre que se sabe culpable, y asediado por la angustia del cargo de conciencia que arrastra lo lleva a buscar la redención.