La pantalla debiera estar siempre poblada de miradas diversas, ni qué decir respecto de la miríada de sensibilidades que el cine argentino implica o debiera. Un film proveniente de Tucumán no tendría que ser noticia, pero así las cosas. Ahora bien, por encima de ello, lo que se impone es el trabajo cinematográfico, la calidad formal de la propuesta. Y El motoarrebatador ofrece un sostén narrativo que obedece a varios aspectos.
En primer lugar, la película en solitario de Agustín Toscano señala una confianza que se desprende del anterior film, Los dueños, co‑dirigido con Ezequiel Raduzky. Con una mención especial en Cannes, además de premios nacionales, Los dueños proponía un cruce de límites respecto de la propiedad privada, alterando la semántica misma del título que el film elige. De esta manera, serán los peones, las criadas, quienes habitarán la casona en ausencia del patrón. Así como sucedía con Viridiana, de Luis Buñuel, en Los dueños hay una situación que se extraña de manera progresiva y culmina por poner en duda lo que se creía supuesto.
De igual manera, con El motoarrebatador -exhibida también en el último festival de Cannes‑ Toscano continúa en la senda de una mirada social crítica, atenta al entramado cercano y a cómo éste destila en tanto ejemplo micro de algo mucho más complejo. El motoarrebatador del título es Miguel (Sergio Prina), alguien afectado por el maltrato que recibe la víctima del robo que él ayuda a efectuar, una mujer que sale del cajero del banco para resultar violentada y tirada al piso. Esa situación encierra una violencia que es, por un lado, sensación que late, que presagia lo que está por suceder; cuando esto ocurre, el momento más gráfico del asunto es sorprendente, dada su virulencia y el logro técnico que significa su concreción visual.
La mirada de Miguel quedará unos segundos suspendida en lo que acaba de suceder, algo de lo que él se sabe responsable. Esta responsabilidad comenzará a conectarse con otras facetas, a través de su relación con el padre, con su hijo y con la madre de éste. No hay demasiada información explícita sobre qué es lo que ha sucedido con estos vínculos familiares, sino matices que permitan su elucidación: los tiempos que el niño pasa con papá y mamá, el trabajo de la madre, la falta de empleo de Miguel, y sus robos secretos en compañía de alguien que será, dada la cuestión, el desliz por el cual Miguel podría terminar por derrapar del todo.
Ese contexto sobre el cual el personaje se inscribe, guarda todavía una seña mayor, contenedora, que replica desde los televisores que informan sobre saqueos continuos y una huelga policial que los habilita. El hecho podría fecharse alrededor del año 2013, en Tucumán. Pero si bien el film lo alude, nunca lo señala de manera fehaciente. Podría ser cualquier otro momento. Esta decisión hace de El motoarrebatador una propuesta decididamente actual, ya que ninguna película podría quedar supeditada a un tiempo pretérito sino que, antes bien, apela a éste desde la inmediatez, desde su actualidad. La situación de violencia naturalizada que expone, no sólo puede y debe vincularse con cualquier tiempo y lugar, sino sobre todo con lo que por estos mismos días sucede.
Es en medio de este momento crítico, donde el film de Toscano decide hacer pie, y lo logra a partir de detenerse en su personaje, en su sensibilidad. A través de él, la película indaga en las consecuencias de lo hecho y en la salud de Elena (Liliana Juárez), esa mujer de la que poco se sabe y de quien de a poco se sabrá. Hasta dónde la amnesia de Elena es verdadera, cuánto de cierto hay en sus alusiones al "campo", a una vida de la cual no hay rastros veraces. Empleada doméstica, de familiares y amigos ausentes, sólo fotografías -que el espectador no ve‑ son las que contienen algunos rastros. Miguel indagará en esta intimidad, casi como un "ocupa", pero sobre todo desde una preocupación que le valdrá una amistad en ciernes.
Esta situación la película la aborda de manera paulatina, hasta que lo que podría ser una situación ideal culmine por revelar el costado que se pretendía disimular. En este equilibrio precario, intervendrán todos los demás personajes, a través de acciones que se reiteran ‑¿cuántas veces una misma mentira logra funcionar?‑ y procuran el desenlace inevitable. En esta decisión formal de la película se inscribe algo que descansa de modo inmanente: evidentemente, la preocupación por una mayor acción policial no es solución alguna. Hay algo más profundo, invisibilizado, que la película decide afrontar.
En primer término, esta decisión se logra desde la misma elección del título. "Motoarrebatador" no es sinónimo de "motochorro". La semántica se altera y con ella la visión maniquea del asunto, las más de las veces proliferada por una tendencia discursiva obtusa. Por otra parte, la película de Toscano logra un momento nodal, sobre el cual se erige todo lo demás, puesto que oficia como bisagra que toca al medio el devenir argumental y lo reúne: allí cuando Miguel se sienta y sepa observado por la cámara vigía del supermercado, durante el saqueo. Es un momento que dialoga, desde el contraste, con la función misma de esas cámaras.
Al respecto, vale el recuerdo de The Creators of Shopping Worlds, el documental de Harun Farocki donde el realizador alemán recopila imágenes de cámaras de vigilancia y mercadeo dedicadas a los shoppings. A través de ellas, los paseantes son leídos como meros datos, puntos de color que caminan y trazan trayectorias de consumo. A través de ellos la tabulación consecuente, dedicada a predecir comportamientos y adecuarlos a los dictámenes del mercado. Por eso, hay una afrenta perfecta en El motoarrebatador cuando Miguel mira a la cámara que lo mira, porque se humaniza, porque se sabe alguien, y porque logra que el cometido vigía quede nulo.
El desenlace, estupendo, hará que El motoarrebatador adquiera un equilibrio de simetría, allí cuando los roles queden invertidos. Situación que, en verdad, no hace más que replicar sobre el planteo de fundamento, dedicado a descansar en Miguel, síntesis de tantos otros personajes caricaturizados por una plétora de imágenes inmorales. El cine, justamente, salva.