La violencia y el nacimiento de una nación
La historia de la producción de El movimiento es larga y tiene ribetes interesantes. Segundo largometraje de Benjamín Naishtat, es un desprendimiento de un proyecto en el que el director viene trabajando hace años, titulado Rojo y centrado en el violento accionar de las células parapoliciales durante el período que va de 1974 a 1976, el auge de la nefasta Triple A.
El film, de apenas poco más de una hora, se financió con un premio que ganó la ópera prima de Naishtat en el Festival de Jeonju (Corea del Sur); fue galardonado también en San Francisco y Mar del Plata, donde se quedó con el Astor destinado a la mejor película de la competencia argentina, y programado por el Festival de Berlín. Con el dinero coreano en la mano -el equivalente a 90 mil dólares, luego de la devaluación del won, la moneda de ese país asiático-, Naishtat se dio cuenta de que la suma no alcanzaba para un rodaje mínimamente lógico y terminó asociándose con Diego Dubcovsky (Varsovia Films), un productor con larga trayectoria que estuvo detrás de películas taquilleras como Truman y Dos hermanos.
Lo curioso de todo el asunto, aunque obviamente no es la primera ni será la última vez que pasa, es que las limitaciones de una producción modesta, filmada en apenas diez jornadas, parecen haber operado a favor de Naishtat. El movimiento es una película singular y contundente que se desarrolla en pocos escenarios, abiertos y cerrados. Está ambientada en el siglo XIX, la época en la que la Argentina vivía las convulsiones propias de la conformación de una nación, y tiene como protagonista al personaje de Cedrón, un caudillo sin tropa de temperamento firme y ademanes mesiánicos que viaja por el país tratando de sumar adeptos a su causa. Si la figura de ese hombre determinante, pero agobiado, que Cedrón encarna con una capacidad notable para cargarlo de dramatismo sin caer en la tentación del subrayado puede remitir a Rosas, el "Movimiento" para el que cree necesario convencer a paisanos de toda calaña podría ser el embrión de los partidos de masas del siglo XX.
Con recursos escasos administrados de una manera muy inteligente, Naishtat arma un relato abierto en su estructura narrativa, potente en contenido y novedoso desde el punto de vista formal. Se beneficia del gran trabajo de dos de los socios que ya tuvo en su ópera prima, Historia del miedo (2014): Pedro Irusta, responsable de la ominosa banda sonora, y Soledad Rodríguez, cuya fotografía en blanco y negro es impecable y también construye discurso, más allá de los parlamentos de los personajes. Sobre el final, un pequeño pero importante detalle de la puesta en escena revela que el campo de acción de la película excede la época en la que se desarrolla la trama central -los tiempos de la organización nacional-, abonando la tesis razonable de la persistencia en el presente de los ecos de aquella violencia.