No se sabe con certeza hacia dónde se dirige El movimiento: el comienzo, con sus planos largos y estilizados, y con un gusto evidente por filmar la crueldad y la humillación, hace pensar que Benjamín Naishtat traslada sus intereses de Historia del miedo a un relato de época. Pero no: enseguida, después de un desenlace brutal y algo efectista, la película abandona para siempre a ese grupo de personajes y se fija en otro compuesto por tres hombres que llegan a la casa de un estanciero caído en desgracia. La ausencia de certezas suele ser la condición de posibilidad de muchas grandes películas, pero aquí no se trata de eso, sino de la falta de un destino más o menos claro. Es que, si hay algo que la película no se permite, justamente, es dudar: las elipsis cortantes, los planos móviles y algo desprolijos, la artificialidad de los espacios, la evidente impostación de las actuaciones; todo en El movimiento denota seguridad, firmeza en las intenciones, como si al director no hubiera pasado por alto ningún detalle. Todo parece ocupar su lugar justo, incluso el aparente desorden (visual, auditivo) es otro recurso elaborado cuidadosamente por una dirección obsesiva. En su opera prima, Naishtat ya había demostrado un cálculo inusual en la puesta en escena, pero allí ese orden formal estaba claramente al servicio de la construcción de un mundo en descomposición: la rigidez casi académica de los planos era el contrapunto estético de unos personajes cuya psiquis se degradaba sin remedio. En cambio, El movimiento, si bien habla de una especie de locura, no sabe cómo construirla; todo el exceso visual, sonoro y actoral no hace más que señalarse a sí mismo, como si la película fuera un registro de su propio intento por convertirse en algo distinto de sí misma, en otra cosa más sofisticada. Cada recurso denuncia la presencia de la dirección, y la historia de unos hombres que alucinan sobre un movimiento que habría de salvar a la patria queda supeditada al petardismo de la construcción fílmica: los cortes bruscos, el abuso de la oscuridad y de los espacios notoriamente escénicos, las elipsis, todo se interpone entre nosotros y ese mundo desolado que trajinan unos locos que no cejan en su empresa desquiciada. Algunos momentos parecen evocar sin demasiado éxito a Herzog, a Rocha, incluso a Tarantino (las largas conversaciones que un psicópata mantiene con sus eventuales víctimas). La película se sostiene en buena medida gracias a la presencia de Pablo Cedrón, que sabe cómo ponerle voz a algunos diálogos imposibles y logra una actuación puramente cinematográfica casi desde cualquier ángulo, como si su cara estuviera hecha de infinitos pliegues visuales; el director lo aprovecha y transforma al actor en el principal insumo de su película.