Se estrena El movimiento, segunda película de Benajmín Naishtat, protagonizada por Pablo Cedrón.
1835. Anarquía y plaga. Así comienza, El movimiento, nueva y esperada obra del director de Historia del miedo, Benjamín Naishtat, una experiencia histórica más cercana al western independiente de los años 70 que al género gauchesco. La película narra el viaje a través del desierto de un líder supuestamente político, seguido por dos marginales como él, intentando convencer a campesinos y paisanos que se unan a su Movimiento. Paralelamente, también muestra la persecución de la hija de un granjero que busca venganza.
Filmada en blanco y negro, con más claroscuros que luces, esta película es una experiencia difícil. En particular, porque Naishtat no busca la empatía del espectador en ningún momento con este líder, interpretado con solidez por Pablo Cedrón, alejado de estereotipos de época y clisés, y porque tiene un ritmo y puesta en escena poco habituales para el cine de género, emparentándola un poco más con Jauja, de Lisandro Alonso, incluso, porque ambas fueron filmadas en formato 4:3.
Pero más allá de los climas distantes que ambos films construyen, en El movimiento hay un tono irónico relacionado con la metáfora política que Jauja no tenía. En la película de Alonso, el tono era solemne, pretencioso, y el final, casi fantasioso, resultaba demasiado incoherente con la propia narración.
En El movimiento, Naishtat, también traiciona los tiempos, pero con un fin más humorístico, que es resaltar la continuidad de un discurso y una forma de ser de la política argentina, que se mantuvo prácticamente igual durante 180 años.
El director apuesta por una puesta minimalista pero efectiva para demostrar la miseria y consecuencias de la peste negra, así como la locura de un periodo de transición donde los soldados tenían delirios paranoicos, traducidos en actos de extrema violencia.
Es escaso el despliegue de reconstrucción, exactamente lo necesario. La potencia del relato pasa por la sugestión, por lo que el espectador debe armar en su cabeza, tomando en cuenta lo que Naishtat elige mostrar, ya que la cámara se convierte en un testigo parcial de las situaciones. El montaje ayuda a crear estos climas, así como la fotografía, recorta de la oscuridad parcialmente a las figuras, generando una puesta expresiva sobre los rostros, casi como si se tratara de un western de Leone.
La interpretación de Cedrón es poderosa y creíble, un personaje que genera odio y atracción al mismo tiempo. Se pueden leer algunas escenas, como puestas teatrales, pero Naishtat pone foco en silencios, miradas y expresiones que cobran mayor impacto en pantalla grande.
La música tiene ecos de las bandas sonoras de Morricone y también ayudan a enfatizar este clima extraño y crudo del film, que sin ser sangriento desnuda un microuniverso violento, casi en forma mística, pero no tan alejada de los juegos de poder y manipulación de la actualidad.
El movimiento demuestra nuevamente la capacidad de este joven realizador para incomodar al público y dar lugar a reflexiones sobre el pasado y el presente, sobre la paranoia y el miedo que nos tratan de imponer día a día, siniestras fuerzas que dicen tener el control, y necesitan del apoyo del ciudadano común para seguir cometiendo actos criminales.