Situada en el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas, a quien no se lo nombra pero se lo ve fugazmente en un pequeño retrato en una pulpería, la película de Naishtat, al igual que la precedente Historias del miedo, trabaja sobre el malestar social, ahora en clave histórica, pero con evidentes signos que pueden ser reinterpretados en nuestro tiempo. El talento es ostensible: en una hora y escasos minutos, el joven y ambicioso director reconstruye una época y sintoniza con la mentalidad criolla decimonónica. Es un tiempo en el que impera una voluntad de orden, por momentos delirante, respecto de una nación cuyo nacimiento simbólico ha parido antagonismos insalvables y una peculiar dialéctica entre la civilización y la barbarie.
El movimiento al que se refiere el título no alude del todo a los partidarios de Rosas. Hay aquí una estrategia de abstraer las marcas políticas de aquel tiempo, que opera tanto como una forma de universalización de este cuento civilizatorio y también como una actualización metafórica que desmarca el film enteramente del pasado. El líder encabezado por Pablo Cedrón y sus seguidores viajan por el interior del país en busca de nuevos seguidores y apoyo económico para la causa del movimiento. Se trata de conjurar la anarquía por todos los medios, y aquí el fin justifica cualquier cosa: fusilar, degollar, robar. Son los tiempos de la Mazorca.
El trabajo de Cedrón es formidable, y también lo son las elecciones formales de Naishtat. Los cortes abruptos de la mayoría de las escenas son pequeños navajazos que llevan a entender físicamente la violencia de la época, aunque como bien se explicita en la escena final, en donde los representantes del pueblo miran a cámara mientras se divisan una moto y una camioneta que pasan detrás de algunos de ellos, este film habla también del presente.
En efecto, el modelo espacial de Naishtat es el de Peter Watkings en La comuna, en tanto que hay un concepto de artificio que debe producir un sistema de distanciamiento receptivo. Esto no solamente se vuelve evidente en esa escena extraordinaria final en la que el pueblo mira a cámara y sus intérpretes sienten que ese momento excede a la representación de la época, de tal modo que la propia historicidad de los actores pierde su contrato con la ficción y se sienten invitados a hablar sobre algo que la película jamás enuncia del todo, a pesar de que negativamente se llega a balbucear una figura: el innombrable.
A este particular pasaje se llega habiendo desmantelado la impronta documental que cualquier locación impone. Un gran número de escenas se desarrollan al aire libre, y en la mayoría es de noche. La poética elegida consiste en delimitar un campo visual tenue que, más que buscar una fidelidad representacional de un ecosistema, debe producir un cortocircuito entre la fuerza de un territorio y su registro. Se trata de enrarecer el espacio y las situaciones escenificadas por una doble vía: convertir en teatro el territorio abierto a través de un prodigioso modo de iluminar en la noche e insistir a su vez en planos cerrados sobre los rostros de los actores. Excepto por la escena inicial y final, cada vez que se abre el campo de visión sucede lo mismo. Esto no impide que la lluvia y los relámpagos adquieran una materialidad imponente, lo que también sucede con los caballos, pero la naturaleza nunca deja de funcionar como una entidad extrema que está en sintonía con las exaltaciones psíquicas del personaje de Cedrón.
El movimiento tiene chances de llevarse un premio. Lo que es evidente es que se trata de un film nacido para generar controversias. Las características antinomias que atraviesan la historia argentina y el imaginario público y político serán inevitables cuando le toque a la película ser objeto de interpretación. La película misma incita a la batalla (interpretativa). Naishtat confirma talento y ambición, y parece dispuesto a seguir apostando a realizar cine político y de ficción. Toda una rareza.