"El muerto cuenta su historia", una película de terror entre la risa y el pánico
Con influencias declaradas del terror clase B y un notable trabajo de Diego Gentile, esta comedia negra pierde el rumbo en su desenlace.
Hy algo sincero en esta película: su adhesión fervorosa al terror clase B. Es un producto sin neurosis que no querrá ser algo distinto a lo planteado de antemano. Esta identidad propulsará buenas atmósferas, gags logrados y un simpático humor caricaturesco, pero cuando las neblinas inspiradas se disipen, encontraremos una arquitectura dramática descuidada, un trasfondo sin desarrollo, una fantasía anémica, un Álex de la Iglesia sin la desfachatez suficiente como para llevar el delirio hasta las últimas consecuencias.
El muerto cuenta su historia posee varias ideas interesantes ejecutadas con intermitencia. Conecta, por ejemplo, la corriente feminista con una secta de vampiras que pretenden derrocar el patriarcado resucitando a su reina ancestral y esclavizando a los hombres machistas. Este ingenio no encastra con la voz en off sobreexplicativa, un montaje indecisamente videoclipero y menos con un tercer acto rebuscadísimo, en donde la comicidad se sacrifica en pos de la grandilocuencia.
La historia se desarrolla desde el punto de vista de Ángel, un director de publicidad casado y con una pequeña hija, sin conflictos al momento de llevar una doble vida que oscila entre el cariño doméstico y el libertinaje con sus actrices. Estas dos caras se ponen en jaque cuando las vampiras lo esclavizan, obligándolo a mostrarse políticamente correcto. Durante sus primeros 40 minutos, el filme se mueve con agudeza, con destellos de humor negro que le debe mucho al excelente trabajo de su protagonista: Diego Gentile, el novio de Relatos Salvajes.
Gentile tiene el don de ser contenidamente grotesco, de gesticular lo justo y necesario y sobreactuar con homeopatía. Logra que cada chiste funcione con un timing calibrado aunque en el guión se peque de obviedad.
La tragedia de El muerto cuenta su historia es su resolución desafinada. Los estados risueños que construye su director, Fabián Forte, se caen a pedazos cuando emerge la seriedad, cuando la osadía le cede paso a una acción tan apocalíptica como aparatosa que, encima, nos baja una línea ideológicamente incomprensible.