Picaresca, drama y “una de llorar” a la vez
Presentada en competencia en Venecia 2010, ganadora del Premio del Público en San Sebastián, lo que la coproducción canadiense-italiana El mundo según Barney no logra mostrar es el mundo según Barney. La novela en que se basa –escrita por Mordecai Richler, suerte de Philip Roth canadiense, considerado uno de los mayores novelistas de ese país en la segunda mitad del siglo XX– está presentada como si se tratara de la autobiografía del protagonista, corregida y editada por su hijo. La película, en cambio, dirigida por el estadounidense Richard J. Lewis, parecería no comprender que todo el sentido del asunto (¡hasta el título, que en inglés es Barney’s Version!) se basa en esa subjetividad y esa disociación, cometiendo el error garrafal de adoptar un modo falsamente “objetivo” y derrumbando así el edificio entero.
El Alzheimer que el protagonista sufre en los últimos años de su vida explica, en la novela, baches e incongruencias del relato. En la película, a lo único que da lugar el Alzheimer es a una operación de chantaje emocional a toda orquesta, practicada por director y guionista en el último tramo. Como consecuencia de ello, la incoherencia, que en la novela es del narrador, en la película es de un relato que comienza como picaresca, sigue como drama matrimonial y termina como “una de llorar”, a puro lagrimón. Con el efecto de manipulación sobre el espectador que eso entraña, desde ya. Vehículo de lucimiento para Paul Giamatti (recordado sobre todo como protagonista de Entre copas), Barney Panofsky pasa aquí de unos años ’70 de camisa estampada, pantalón pata de elefante, paraísos artificiales –y, sobre todo, un espantoso peluquín enrulado aplicado sobre su calva– a productor de los más berretas novelones televisivos.
En la tradición de la novela de pícaros, la película narra los episodios más diversos (tres casamientos, alguna locura juvenil, un par de infidelidades, subas y bajas de la fortuna, el posible crimen de su mejor amigo, la investigación posterior), variando tono y registro de acuerdo con lo narrado y mostrando al protagonista como un tipo despreciable, uno con el que empatizar y, finalmente, alguien digno de la más lacrimosa e impuesta forma de piedad. En un desfile de secundarios que le quita al hijo el papel preponderante que tenía en la novela, Dustin Hoffman disfruta de un pequeño y simpático show como ex policía y padre del protagonista, la alta y mandibular Minnie Driver reaparece después de prolongada ausencia, el galancete Scott Speedman está absolutamente insoportable como amigo escritor y drogón, la británica Rosamunde Pyke luce una voz de contralto que haría quedar a Lauren Bacall como émula de Valeria Lynch y el también británico Mark Addy (el gordito de The Full Monty) está absolutamente notable como policía durísimo.
Que el productor haya sido Robert Lantos, el más poderoso de Canadá, explica la aparición de un verdadero seleccionado de realizadores de ese país en breves cameos actorales. Desde Atom Egoyan hasta Denys Arcand, pasando por el mismísimo David Cronenberg, quien seguramente habría sabido narrar el mundo de Barney como versión y no como verdad absoluta.