El mundo según Barney debería ser sarcástica, sórdida, pura acidez, pero termina pareciéndose demasiado a esas películas que pretenden elevarse por encima del mainstream y etiquetarse como “cine arte”.
La combinación Paul Giamatti/Barney Panofsky parecía inmejorable: el actor que mejor ha retratado el patetismo del hombre medio, interpretando a un personaje patético, autoindulgente, misántropo. Pero el canadiense Richard J. Lewis, de extensa trayectoria en la televisión, no parece haber captado el subtexto sardónico de la obra de Mordecai Richler en la que está basada El mundo según Barney. Su película, que debería ser sarcástica, sórdida, pura acidez, se termina pareciendo demasiado (excesivamente en su última media hora) a esas películas que pretenden elevarse por encima del mainstream y etiquetarse como “cine arte”, con su recurrencia a la muerte como instancia redentora, a la utilización de la música como connotante de emociones y a la factura sin mayores hallazgos narrativos, con una superficie extremadamente pulida y cristalina como para que un público amplio pueda “disfrutar” de la propuesta. Si algo sostiene a El mundo según Barney son las actuaciones, obviamente la de Giamatti, pero también las de Dustin Hoffman y Rosamund Pike.
Barney Panofsky es un tipo que ha tenido éxito en el mundo del espectáculo, produciendo un show televisivo de dudosa calidad (a juzgar por lo que se ve) lo que tiene una singular relación con su vida personal: tipo patético, incapaz de conectar con el mundo, incluso sufre las traiciones de sus amigos más cercanos. Tipo tan patético y poco confiable, que se termina enamorando de otra mina durante su noche de bodas. Hay que reconocer que en esos primeros minutos, la película sostiene su interés por la actuación de Giamatti, ese tipo capaz de convertir en humor la cuestión más sórdida. Es como si Harvey Pekar se hubiera metamorfoseado en Barney. El clic en la historia llega con la aparición de un policía que está a punto de publicar un libro (una de esas investigaciones que se convierten en best seller), quien revela oscuras cuestiones de la vida personal de Panofsky, incluido el supuesto asesinato de un amigo. Este hecho, obligará a Barney a rever momentos clave de su vida y, de paso, a los espectadores a conocer los pormenores de este señor que no parece muy feliz que digamos.
Así, El mundo según Barney viaja a la década de 1970 en Italia y continúa en Canadá: el relato está hilvanado por los tres matrimonios del protagonista, hasta llegar a Miriam (Pike), la mujer que volverá loco a Panofsky. La forma que encuentra Lewis para conducir el relato se parece mucho a esas comedias dramáticas qualité que puntúan entre la risa y el llanto, abordando cuestiones sórdidas pero siempre cuidadosamente, y que en su extensión (134 minutos) parecen decir que se trata algo importante. Vestuario, música, maquillaje, dirección de arte, todo confluye en una gran producción que se reviste de auto-importancia. Claro está, el golpe de suerte llega con una enfermedad, en este caso el Alzheimer. Si bien van apareciendo algunos signos que nos van avisando lo que le pasa a Panfosky (el olvido del auto, palabras raras jugando al Scrabble), el film nunca logra que la enfermedad tenga el peso narrativo que debería tener. Es decir, cómo alguien con Alzheimer logra recordar su pasado. Qué selecciona, qué olvida, cómo la mente manipula las emociones. Lewis apenas utiliza la enfermedad como una excusa para que queramos a la fuerza al despreciable Barney. Y lloremos a moco tendido sobre el final. En esa decisión del director, el film pierde el norte y también el mínimo interés en lo que está contando. Por ahí aparecen, en cameos, David Cronenberg, Atom Egoyan, Ted Kotcheff y Dennis Arcand. Uno supone que por el orgullo de ser canadienses y no por el de aparecer en esta película menor.