Rojo sobre blanco
Los paisajes nevados y desolados de los países nórdicos ya forman parte de la cultura pop del misterio. Varios libros y series policiales lo demuestran, desde la trilogía Millennium de Stieg Larsson, pasando por las novelas de Hening Mankell y su detective Wallander, hasta productos televisivos como Trapped, Broen o la original de The Killing.
La suposición básica es que algo retorcido debe esconderse en esos seres que son capaces de soportar temperaturas bajo cero durante casi todo el año. En El muñeco de nieve, que se desarrolla en Noruega, Tomas Alfredson, que había deslumbrado al mundo con su bellísima y melancólica Dejame entrar, no desmiente en absoluto esa mitología.
Al contrario, reposa sobre ella para no tener que aportar nada nuevo al género del policial de suspenso con asesino serial incluido. Repite todas las fórmulas, consciente de que tanto el paisaje geográfico como el psicológico ya están de su parte. Ademas, y no es un detalle menor, cuenta con el magnetismo de su protagonista, Michael Fassbender, quien encarna a Harry Hole, un veterano detective, alcohólico y divorciado, una de esas criaturas atormentadas que tan bien quedan en una atmósfera de nieve y brumas permanentes.
Pese a algunos embrollos de la trama, el guion es bastante elemental en su forma de conducir todas las sospechas a determinado personaje para luego sorprender con la verdadera identidad del asesino, que estuvo todo el tiempo ante nuestros ojos y que no supimos ver.
Es el clásico formato del rompecabezas, tantas veces intentado y tan pocas veces logrado. Para colmo, Alfredson no termina de decidirse si quiere ser honesto o si quiere manipular al espectador. Así dedica la primera escena, antes de los títulos, a mostrar el momento en que se configura el trauma del futuro asesino serial.
Es una escena fuerte, pero está años luz de ser brillante, y tal vez su única virtud sea explicitar las motivaciones del criminal desde el principio para evitarse rodeos posteriores. Pero en el resto de la historia el director no juega con los naipes sobre la mesa sino que tiende a esconderlos con trucos no demasiado convincentes.
Esa indecisión entre honestidad y manipulación, fatal en otras películas, aquí se tolera precisamente por el frío exotismo del mundo que nos muestra y por la crudeza con que se exponen tanto los asesinatos como los sentimientos.
Hay algo alienante y vacío, hueco –tal vez por eso el apellido del detective es Hole– que genera una distancia entre los personajes, aun cuando se besen, lloren, se abracen o se maten. Tal vez sólo sea un efecto colateral de que actores ingleses o norteamericanos hagan de noruegos. Pero también puede ser una forma más o menos oblicua de decir que en una sociedad apática no hace falta matar a nadie para eliminarnos los unos a los otros.