La experiencia de ver El muñeco de nieve (The Snowman, 2017) puede ser frustrante. Es una película que pareciera estar mal narrada, con incontables tiempos muertos, que no logra generar simpatía por los personajes principales, complicada porque sí y que no cierra por ningún lado; es como si al director el proyecto se le hubiera ido de las manos. Pero quien la dirige es el sueco Tomas Alfredson, que saltó a la fama internacionalmente en el 2008 con Let The Right One In y luego con Tinker Tailor Soldier Spy, ambas adaptaciones de libros. Y como en este nuevo caso, otra excusa para que Alfredson despliegue sus obsesiones cinematográficas.
La historia básica, basada en el séptimo libro de una serie de novelas escritas por el noruego Jo Nesbo, está ahí, sólo que en pedacitos y desordenado. Lo que le interesa al director, entre muchas cosas, es acercarse a sus personajes como un voyeur; con la cámara siempre lejos recogiendo pedazos de conversaciones y el día a día de cada uno. Es un cine consciente de sí mismo y de la gente, como si cada persona mereciera su propia película y en donde a veces se cierra el telón.
Su obsesión por el espacio también es evidente. Siempre usando el plano general para generar o un estado de hastío, o quedar maravillado ante los paisajes de Oslo, o simplemente para poner a los actores en un extremo del plano y que el espectador sea consciente de la longitud de la pantalla de cine. Lo que esto revela es un director experto en la puesta en escena, que a su vez se acerca a la película que lo lanzó a la fama. El clima y los barrios fríos en contraposición a los interiores acogedores ya se veían en Let The Right One In, al igual que la importancia de los espejos y la distorsión del cuerpo al ser reflejados en ellos, lo que da a entender la fragilidad de los personajes.
Si resulta frío, aburrido o denso es porque toma distancia de lo que ocurre, inclusive en las escenas de violencia en donde prefiere utilizar el fuera de campo para que eso quede en la imaginación del espectador. Lo mismo con planos o secuencias que parecieran no decir nada o reforzar lo que ya se sabe; ¿y por qué no?, quiere que la idea quede clara. Es sobre todo un cine contemplativo que se pierde en planos de paisajes y en escenas de personajes que no hacen nada o cuyas acciones quedan truncas, algo que ya se veía y hasta se lo habían criticado varios medios especializados en sus dos anteriores películas.
Hay por último tres cosas que son notables. Primero el uso del montaje, con el cual ya había demostrado ser un maestro. En El muñeco de nieve lo usa para trabajar los flashbacks, para lograr relaciones entre personajes y hacer paralelismos entre situaciones, aunque algunas rocen lo ridículo (¡hay una con un dedo cortado!). Esto también da pie a su humor retorcido que hace presencia y que en algunas ocasiones es sutil y en otras es grosera. Y también está su cinefilia.
El muñeco de nieve juega a ser un thriller pero también tiene mucho del giallo, ese subgénero italiano de terror con sus asesinos con guantes negros y bizarros crímenes, en especial Trauma (1992) de Darío Argento. Al igual que una broma inocente pero que habla del suspenso de Fritz Lang y M, el vampiro de 1931… Irónicamente, en ambas películas mencionadas se hace hincapié en personajes menores.
Lo que puede molestar de la nueva incursión de Alfredson en el cine es justamente que pide ser contemplada, cosa que puede generar cansancio y hartazgo cuando la trama no avanza en revelaciones, como aquí, que se va sumando subtrama tras subtrama sólo para tapar las verdaderas intenciones del director. Las escenas de suspenso están, no las remarca, sólo va avisando con alguna imagen, porque confía en la capacidad del espectador en entenderla. También hay preguntas sin respuesta que quedan deliberadamente en el aire y momentos en que no cierran las acciones de los personajes. De paso habría que preguntarse si el título original se refiere al personaje principal interpretado por Michael Fassbeder, cuya vida parece derretirse, valga la redundancia, para ser hecho de nuevo, o si se trata de la manera de hacer cine de Tomas Alfredson, quien como si hiciera un muñeco de nieve, crea su propia película.