La muerte cómica
Hay una escena en la que Chucky masacra a un vendedor de la juguetería en la que transcurre el clímax y la sangre cae de lleno en la cara de una nena. Esa secuencia resume esta remake en forma y discurso. El director Lars Kelvberg y el guionista Tyler Burton Smith le escupen (o le acaban) en la cara al terror infantiloide, paradójicamente en una película que se llama Child’s Play (“Juego de Niños”). Porque en El Muñeco Diabólico se recupera al género que mira al mundo (a diferencia de, por citar otro horror que también juega con muñecos, el de James Wan). Terror político pero no serio ni panfletario; sino ese que lleva el discurso como la otra cara de la misma moneda; ese en el que no se pueden separar las verdades cinematográficas (que muchas veces nada tienen que ver con la verdad) de las ideas políticas de los realizadores. A diferencia de la original, en la que mediante magia negra, vudú o lo que sea, un asesino serial metía su conciencia en el muñeco, acá un explotado de una fábrica del sudeste asiático, después de un latigazo verbal de su jefe, como venganza contra el mundo de mierda manda a la venta a un muñeco con inteligencia artificial sin sus correspondientes filtros de violencia. En esa breve escena del comienzo se condensan dos críticas; por un lado la continuidad en la explotación y la alienación en los modos de producción de la sociedad de consumo, y, por otro, los peligros de la sinergia de la era digital. Porque este nuevo Chucky es un asistente virtual como el Alexa de Amazon o el Siri de Apple pero incluso con mayor poder de conectividad.
De todos modos, todo ese rollo sobre la era digital es también para actualizar el cuento. Como también se actualiza con la utilización de un adolescente como protagonista en lugar del pibito de 6 años de la original. El nuevo Andy (Gabriel Bateman) forma equipo con otros pibes del barrio, y seguramente esa decisión de tener a un grupo de adolescentes es en donde la película más le cede a las formas contemporáneas del fantástico audiovisual. Otra foja en el expediente spielbergiano que desempolvó J.J. Abrams con Super 8 (2011) y que Stranger Things transformó en accesorio de moda. Por suerte las referencias ochentosas no son el ladrillo sino el empapelado. Hay un trabajo de evocación que empieza desde antes del inicio con el fabuloso y ya sensual logo de Orion Pictures, y que se mantiene durante toda la película pero nunca como horizonte; la evocación es más general que individual, y siempre tiene correlación con la causalidad del relato. Seguramente la referencia más importante sea la de La Masacre de Texas 2 (1986). Andy y sus amigos del edificio miran la secuela de Hooper y se ríen con las muertes de una película que es el lado B de la original; si La Masacre de Texas (1974) impresionó por su búsqueda de realismo cuasi mondo y su brutalidad filmada con la pretensión del cinema verité, su secuela es el remate del chiste. Con El Muñeco Diabólico pasa algo similar; lo que sobresale del relato no es lo referenciado ni el terror político o lo político del horror, sino la comedia negra y la muerte como instalación cómica. Los dos primeros actos son una gran joda hecha sin subestimar ni al humor ni al horror, tal como pasa con la reciente Puppet Master: The Littlest Reich (2018); ambas se hacen grandes haciendo bandera con algo de la irreverencia y la comedia fumona que se perdió por el aburrido ducto de la corrección apta para todo público.