Entretenido gore y sagaz autocrítica para una remake que gana por atreverse a ser su propia cosa.
La idea detrás de esta fiebre de las remakes y las reboots es traer la misma historia, consagrada por toda una generación, para el disfrute de una nueva. La vieja guardia, escéptica, clama que los estudios tengan un poco más de valentía y apuesten por nuevas historias.
Por otro lado, quienes defienden esta ofrenda a la nueva guardia esgrimen -sutilmente y no sin un leve halo de brusquedad- que no pensaron en la vieja guardia como público, al menos no como su principal destinatario. Si lo piensan bien, es el círculo vicioso como estrategia de marketing: repelen a la vieja guardia, pero también necesitan de ella para sentar a la nueva en las butacas.
Este escenario es el que se presenta con frecuencia en las reversiones de clásicos de acción y aventuras, que en no pocas ocasiones pasteurizan lo que los niños no podían ver en sus originales. No obstante, hay que señalar que en lo que va de 2019 (y por lo menos en la cartelera argentina), e incluso teniendo unos esqueletos pasteurizados en su armario, el género de terror ha dado dos películas que ofrecen una destacable cátedra sobre cómo debe ser una remake: Suspiria de Luca Guadagnino, y ahora Child’s Play de Lars Klevberg, aquí estrenada como El Muñeco Diabólico.
Detalle curioso: el que fue un subtítulo de la original (las viejas épocas del VHS) aquí es el título principal con el que se da a conocer al público argentino. Si el visitante va a apostar a la nostalgia, el local no se podía quedar atrás.
Charles Lee Ray ya no vive aquí
Las comparaciones son odiosas pero en una remake son inevitables y -hasta cierto punto- una gran parte del por qué los estudios siguen apostando a ellas. En El muñeco Diabólico lo único que sobrevivió de la creación de Don Mancini (y Tom Holland) son los nombres de los personajes: da la casualidad que la madre se llama Karen, el hijo Andy, el policía que los protege es Mike, y el muñeco que causa estragos es Chucky. El Muñeco Diabólico es su propia cosa desde el vamos, y en esa valiente decisión reside la razón de su solidez.
Es una película que no conforme con ofrecer muchísimo gore, también ofrece muchísima crítica: la introducción prácticamente propone que Chucky es una respuesta al bullying corporativo y la explotación laboral. Aquí no hay alma de asesino serial que justifique nada; todo lo que Chucky hace y dice (palabras soeces, en el menor grado, asesinatos, en el mayor) es lo que ha aprendido del modo de actuar de los humanos que lo rodean. No hay furia aquí, solo una dulce cancioncita, una sonrisita, como recordándonos “Yo soy lo que tú has hecho de mí.”
El tono inocente de la labor de Mark Hamill refuerza este discurso, interpelando al espectador ante sus defectos de carácter y su relación malsana con una tecnología que a lo mejor hace más por nosotros de lo que debería, mientras la comodidad extrema nos impide ponerle un alto.
Es una autocrítica que jamás adquiere ribetes panfletarios. A El Muñeco Diabólico todo esto no le sirve si no cuenta una historia entretenida, y eso es lo que está delante de todo. Propone ideas interesantes de puesta en escena, como por ejemplo cuando una de las víctimas de Chucky encuentra su muerte a manos de una podadora. Gore puro pero atractivo por cómo Klevberg mete a la víctima en ese escenario, más la sutil advertencia de las sandías en la escena. Aquí hay un guion meditado, un trazo escénico sutil, y desde luego, tensión.
Tensión, un concepto tan importante, tan difícil y tan olvidado en el cine moderno. En El Muñeco Diabólico es construida con las herramientas más nobles: por ejemplo, cuando el chico protagonista va a cenar a la casa de su vecino policía, estando la cabeza de una de las víctimas de Chucky ahí mismo envuelta como regalo sin que ellos sepan nada. La definición misma de suspenso.
Es una película construida en gran base alrededor de los actores. El joven Gabriel Bateman transmite muy bien su desesperación cuando no creen sus alegatos, o la mirada en los ojos de Aubrey Plaza, quien da vida a su madre, al creer que él puede estar loco. El espectador entiende, aprecia y siente los dos puntos de vista en ese momento. Todo partiendo de una situación tal como romper un televisor.