Un ciclo empieza y termina, para dar paso a uno nuevo, en el colegio secundario público más importante de la Argentina. Es lo que captura, con su cámara y micrófono atentos, el realizador Alejandro Hartmann en este documental que se vio en BAFICI y ahora estrena en salas.
A una apertura inicial con imágenes de archivo tomadas en el interior de ese edificio palaciego, le sigue el presente de la actividad del colegio. Año 2018. El último del entonces rector, el simpático Gustavo Zorzoli, el de la campaña pro aborto legal, el de la omnipresente lucha estudiantil por diversas causas, entre otras muchas cosas.
Con otras intervenciones de “archivo”, puntuales y muy valiosas, dialogando con ese registro urgente de aulas y pasillos, Hartmann y su equipo arman una trama hecha de voces, diálogos íntimos, discusiones públicas, algunas palabras en latín, primeros planos del alumnado y el cuerpo docente, así como las autoridades, que se dejaron grabar.
Una virtuosa tomada de pulso a una institución siempre vital (una secundaria, al fin y al cabo) y atravesada por tensiones, que se estrena bajo los efectos del paso del tiempo sin que eso le quite potencia ni, paradójicamente, actualidad. Pueden cambiarse los temas de coyuntura, pero lo que pasa en el documental bien podría pasar ahora, o el año que viene.
La política del centro de estudiantes, la mediatizada toma del edificio, los del turno mañana que se duermen durante la clase, los del último primer día que bardean a los “borregos”, las clases rigurosas de natación, la problemática de género en cada asamblea, en cada puerta, entre otras cosas.
Hartmann es papá de un alumno, Ciro, como se revela en la única escena que rompe el pacto tradicional del documentalismo invisible. Una postura cercana que acaso explica no sólo el acceso, sino la naturalidad con la que pudo contar por parte de su “protagonista”, ese enorme colegio con miles de cabezas parlantes que hicieron un gran esfuerzo, todavía en la primaria, para lograr entrar. El suyo es un micrófono amigo, por oposición a los de los medios que cubren la toma, especialmente al de Eduardo Feinmann, el periodista que se gana, con toda lógica, su momento divertido en la película.
Sin juzgar ni paternalizar, El Nacional consigue un gran fresco del colegio y sus urgencias cotidianas, siempre bajo la atenta mirada de los próceres de bronce o mármol, entre esos pasillos y columnas solemnes, necesitados de una mano de pintura.
La melancolía del conjunto hace juego con esa exposición de presentes y pasados, laboratorio de una Argentina en miniatura. Acaso como sutiles señas de decadencia de un modelo académico, el de los prestigiosos colegios universitarios, que cada vez tiene menos aspirantes.