La ópera prima de Mattia Temponi, que tuvo su première mundial en el Festival de Trieste Science+Fiction, habla sobre el aislamiento debido a la amenaza de un virus –con efectos no deseado en los humanos que pueden llegar a convertirse en zombies-, aun cuando la historia fue concebida previamente a la pandemia y los efectos del COVID, por lo que posteriormente a todo lo acontecido, le da un sentido mucho más fuerte a su propuesta, así como había sucedido hace poco tiempo atrás con “Toxico” de Ariel Martínez Herrera con Jazmín Stuart y Agustín Rittano.
“EL NIDO” es una película de una locación única y de dos personajes centrales (aparecen algunos otros, pero sólo en un par de escenas con roles poco significativos dentro de la trama), lo que favorece al clima opresivo y de encierro del que necesita la historia para desarrollarse pero que, por otra parte, requiere de la seguridad de Temponi en la dirección para no caer en una puesta excesivamente teatral, lo que el director logra evitar con suma pericia y con movimientos de cámaras que acompañan al relato en forma fluida.
Sara despierta en uno de estos refugios (a los que alude el nido del título) sin tener demasiada conciencia ni cómo ni porqué llegó allí: su único vínculo será con Iván, un voluntario que cumplirá todos los procedimientos necesarios para suministrarle la medicación para el que el virus no siga su curso y controlar que se cumpla con el aislamiento indicado.
Dentro de este encierro se va desplegando por una parte una situación de comunión e intimidad entre los personajes y, por el otro, un juego de gato y ratón, relacionados con la imposibilidad de escape y con el peligro latente de un rebrote u otra manifestación del virus del que Sara es portadora.
La italiana Blu Yoshimi es Sara y Luciano Cáceres le da vida a Iván, generándose entre ellos una muy buena química en pantalla aun cuando por los avatares de las coproducciones el tono italiano de Yoshimi suene algo forzado e inexplicable, pero que rápidamente se olvida por el buen desempeño de la pareja en las distintas situaciones que les propone el relato: desde momentos más confesionales, hasta otros de extrema tensión y con especial detalle en ese vínculo que se va generando entre ambos a partir de esa obligada reclusión, sobre la que se irán aportando algunos datos que impulsan los pequeños giros dentro de la trama.
Toda la propuesta de Temponi cobra otra dimensión en este momento de post-pandemia cuando hablar de encierro, contagio, infecciones y fortalece mucho más la idea de vulnerabilidad, de peligro y ese acecho constante que pesa sobre los dos personajes, cada uno con sus propias motivaciones para continuar dentro o para escapar del nido.
La cámara de Temponi se mantiene inquieta para mantener a sus dos criaturas en pleno movimiento, mientras van apareciendo inclusive algunos vestigios vinculados con el síndrome de Estocolmo –o a la inversa- donde captor y víctima comienzan a confundir(se) algunos sentimientos y sensaciones, donde se entremezclan espacios de manipulación y despotismo, .
“EL NIDO” se refuerza con un tramo final altamente vibrante donde aparecen más fuertemente los trazos relativos al género, con el impacto de lo fantástico y el terror, abriéndose del registro de thriller psicológico que venía envolviendo a los dos personajes.
Aún con ciertas irregularidades propias de una película de una locación única que tiene que mantener en vilo a estos dos personajes, este primer ejercicio de Temponi detrás de la cámara es interesante no solamente por lo que propone el guion del propio director junto a Gabriele Gallo y Mattia Pulleo sino por las otras lecturas que pueden darse actualmente a partir del impacto de la pandemia. Hay, además, una lectura adicional vinculada con una primera escena en donde el nido se expone en un spot publicitario, que puede reinterpretarse sobre el final del filme donde justamente ese espacio que se presume seguro y de contención termina siendo asfixiante y peligroso.