Con el reciente estreno de la serie de HBO The Last of Us se puso de manifiesto cómo las ficciones ancladas en invasiones zombis pueden, a través de variedad de formatos y estilos, darle un giro a una premisa que se repite, pero cuyo desarrollo fluctúa de acuerdo a la mirada. El nido, la ópera prima del realizador Mattia Temponi, propone un abordaje acotado de una pandemia en la que los infectados no se mueven en grupo ni tampoco pululan en una metrópolis apocalíptica. Por el contrario, el cineasta achica el foco con un film minimalista (no así menos aterrador) en el que Sara (Blu Yoshimi), una joven infectada, es rescatada por un voluntario, Iván (Luciano Cáceres), quien la refugia en ese “nido”, el nombre que se les puso a los lugares para cumplir una cuarentena indefinida.
La película de Temponi, con una austera puesta en escena -la acción transcurre en ese único espacio cerrado- y dos protagonistas que forjan un lazo a pesar de las limitaciones, logra un clima asfixiante, sobre todo cuando se aproxima a Sara con una mirada contemplativa de su padecer. En este punto, el largometraje recuerda la pandemia de coronavirus y sus pormenores (los síntomas, las fases y las formas de cuidado se mencionan reiteradamente) y busca contraponer posiciones. Por un lado, la joven cuestiona el motivo por el que contrajo el virus. Por el otro, el voluntario alude a la inmigración como una causa de su diseminación, lo que deriva en un interesante ida y vuelta entre dos protagonistas que acercan posiciones.
Cuando El nido se aleja de esos intercambios e incluye un tercer acto con golpes de efectos no del todo cohesivo con el tono que venía manejando, pierde fuerza. De todos modos, se posiciona como una original relectura de lo que implica la división de mundos cuando irrumpe el pánico y no hay salida a la vista.