Un Dios no tan salvaje
Tal vez haya sido Yasmina Reza la que con Art abrió la puerta a un tipo de teatro mundialmente exitoso (digo “tal vez” porque no es el teatro lo mío y andá a saber si no había otros ejemplos más propicios), que tiene la inteligencia de funcionar bajo cualquier traducción porque aborda cuestiones universales con una mecánica que se repite constantemente: el concepto consiste en encerrar a un grupo de amigos (o conocidos) en un espacio común, construido cada uno como un estereotipo bien evidente y bordarlo con un montón de componentes intelectuales que van desde el arte a la política: luego se mezcla todo, haciendo que progresivamente cada personaje expulse su costado más repulsivo en un juego constante de comedia y drama. La idea central es que todos nos reconozcamos y salgamos pensando en qué jodida que está la humanidad. Utilizo el ejemplo de Reza porque además fue la autora de Un Dios salvaje, que fue llevada al cine por Roman Polanski y que es el gran espejo donde se refleja esta El nombre, adaptación que hicieron los propios autores de la obra, Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte (actualmente se está representando en Buenos Aires una versión local).
El ejemplo de Un Dios salvaje es y no es adecuado. Es, cuando La Patellière y Delaporte nos van haciendo entender que la cámara no abandonará nunca el departamento de Elisabeth y Pierre, y que el nudo del film transcurrirá en ese ambiente, entre cenas, postres y entremeses (hay un fallido prólogo y un epílogo innecesario que buscan “airear”, y hasta algún paneo exterior pero que poco suma). No lo es, cuando El nombre se asume sí como un muestrario de cierta clase intelectual parisina, politizada y burguesa, pero se permite no ser tan severa con sus criaturas como aquella película de Polanski. Es menos dramática y más humorística, y hasta bombardea el prejuicio del que mira con algunos giros, como con el personaje de Claude. Polanski apostaba a ir asfixiando al espectador progresivamente, pero unas actuaciones fuera de registro y una reiteración del texto la volvían inocua e insoportable.
Y en El nombre, al igual que ocurría con Un Dios salvaje, hay un inconveniente que tiene que ver con cómo este tipo de productos (y con los cómics o las sagas literarias también pasa) están tan instalados en el público que no aceptan modificaciones o retoques, no comprendiendo que el cine y el teatro son dos artes diferentes que se rigen por normas particulares. Si no se entiende eso, se cae en un reduccionismo pasmoso: se cree que trasladar textualmente cada parlamento y situación a la pantalla significa ser fiel al material de base. Esto, sin sospechar que en verdad lo que se supone es que el cine es un arte menor que debe rendirse ante la evidencia de que el teatro es más profundo o complejo. El nombre es teatro filmado rutinariamente, incluso hasta por momentos podemos notar los silencios marcados en el libreto y hasta imaginamos los aplausos de la platea al cierre de cada monólogo o salida de escena de un personaje.
Cuando El nombre evidencia su mecanismo, no sólo teatral sino narrativo -uno a uno cada personaje tendrá que exponer su miseria y quedará desnudo ante los demás-, pierde intensidad porque se notan demasiado los hilos de su construcción. Sin embargo, cuando los diálogos adquieren ritmo y los intérpretes están menos preocupadas (otro vicio que la película arrastra son las actuaciones intensas) en sobresalir, uno puede llegar a disfrutar un poco de este juego constante con la palabra, su significado, sus consecuencias y posibilidades: hasta se agradece que si bien las cosas se ponen pesadas, siempre hay un resquicio para el humor (sobre todo, gracias a Patrick Bruel). Lo que olvidan películas como El nombre -y ahí su gran defecto- es que el cine consta de tener algo para decir y saber cómo decirlo. De hecho, importa más el cómo que el qué. Aquí la palabra lo es todo.