El problema de la connotación
Llega a nuestras salas El nombre, pieza teatral homónima que en estos momentos subió a escena en el complejo teatral Multiteatro, de Matthieu Delaporte (aquí también guionista y director junto a Alexandre de La Patellière) que dado su éxito inusitado rápidamente se convirtió en una comedia popular taquillera a partir de la traspolación de las tablas a la pantalla grande en un film de cámara, bien actuado, entretenido y llevadero para el público un poco más exigente.
El vértigo de los primeros minutos con un prólogo que descubre una voz en off de uno de los protagonistas de esta historia ya define el tono sarcástico que se empleará en la trama, la cual se apoya en dos pilares básicos: el equívoco intencional y la idea de la connotación.
La premisa es sencilla: Elisabeth (Valérie Benguigui) y Pierre (Charles Berling), matrimonio burgués y padres de dos hijos, Apollin (Alexis Leprise) y Myrtille (Juliette Levant), ella mucho más inteligente que su hermano menor, organizan una cena con el pretexto de festejar la paternidad de Vincent (Patrick Bruel), quien además es hermano de Elisabeth y que espera la llegada de su novia Anna (Judith El Zein) y de su amigo Claude (Guillaume de Tonquedec), especialista en la ejecución del trombón y que ante sus amigos se define como Suiza por su neutralidad frente a cualquier conflicto.
Como Anna no llega, Vincent se anticipa con la noticia y abre el juego con una broma pesada que involucra al futuro niño, fiel a su reputación de chistoso en el grupo. Sin embargo, todo se precipita cuando informa que ha decidido el nombre de su hijo porque sus amigos y hermana no logran adivinarlo.
Sin preámbulos, sentencia tajante que el pequeño y futuro vástago se llamará Adolphe, que fonéticamente remite a Adolf y así se desata la tragedia.
El más indignado por semejante afrenta es Pierre, profesor universitario de literatura, dado que esgrime el argumento de lo que connota la palabra Adolf que no puede despegarse de la figura del tirano y genocida nazi, por lo que no está dispuesto a transigir con su amigo de infancia Vincent.
A partir de esa discusión semántica, pirotecnia verbal de grueso calibre, y en retrueque dialéctico acalorado, cada personaje transitará por una pendiente cada vez más peligrosa que los llevará a sacar los trapitos al sol, con fuertes críticas y prejuicios, donde ninguno queda exento de la reprobación y el estereotipo del que tanto huyen u ocultan desde las máscaras sociales.
El nombre tensa hasta el último minuto el poder de la connotación por encima de la denotación; desde lo que significa el juego de roles dentro de una dinámica de pareja o por ejemplo de amistad como la que se presenta, y se vale de un guión literario muy bien desarrollado y escrito para lucimiento de sus cinco actores principales, con momentos de mucho humor, otros más reflexivos pero que en el conjunto se amoldan a la propuesta que busca hacer del enredo verbal lo mismo que lo que podría ocurrir con una estructura de comedia de enredos tradicional más concentrada en las situaciones.
Si bien por momentos pareciera estancarse en una puesta en escena excesivamente teatral –algo que no ocurría en Un dios salvaje, de similares características-, pues todo ocurre en cuatro paredes sin disolución de espacio salvo una pequeña transgresión –torpe- con flashbacks, son los intérpretes y su capacidad compositiva los que apuntalan el relato y en definitiva los que dan valor a las palabras, a los silencios y a los reproches.
Esta comedia coral de pocos personajes se disfruta más que nada por el grado de identificación que el público puede establecer con algunas de las situaciones pero sobre todas las cosas por apelar a un humor más inteligente cuando busca la sutileza más que el efecto de la risa fácil y eso en el alicaído cartel hoy por hoy se agradece.